domingo, 2 de diciembre de 2012

Un gallo quieto de veleta



En la casa de enfrente a la mía hay un gallo quieto de veleta. Lo recuerdo ahí desde que soy pequeño, y de todas las casas que conozco en el mundo es la única que posee un tejado con tan pavoroso instrumento. En los días de viento el gallo pérfido de veleta cobra vida y, guiado por fuerzas celestiales, expone equívocas coordenadas. En mis peores pesadillas aquel gallo se luce herrumbroso y entre el soplo de tormentas espantosas repite su chirriante baile. Entre el este y el oeste se define su malévola figura, y desconcierta al caminante que lo observa o lo sueña. De hierro sus ojillos rojos esperan atentos que pierdas el rumbo, no los veas. Estáte atento. Algún día, tal vez, la veleta caerá de oxidada. Pero lo dudo. Por el momento y con mirada gacha, sigue tu vacilante senda. Hazme caso. Quizás te salves si ignoras el viento de sus mentiras. De otra forma, le errarás al camino.  

martes, 20 de noviembre de 2012

No hay luz ni héroes




Por la 205 un camión parece fumigar las estrellas con su humo. Llegaba con lentitud a su destino. El parco velo de una noche calurosa cubría el mundo de afuera y hacía que su cabina se volviese más cómoda. Fernando se remueve en su asiento con pausa, sabe que está demasiado gordo. Para evitar la soledad rugosa del pavimento hablaba solo. “Vamos Fernando, dos horitas nomás, dos horitas y llegamos… no seas hijo de puta, comiste y dormiste todo el día…”.  

Entró al pueblo. Una irregularidad lo obligó a detenerse. Vio que en la guantera su hijo había pegado una etiqueta del hombre araña, y recuerda que mañana iba a ser el día del niño. Son las once menos cuarto. Del hombre araña sus ideas viajan al titán Martín Karadagián, a las tomas del Caballero Rojo y a la energía del Súper Pibe, ídolos y héroes de la infancia. 

Una sonrisa amplia y sin afeitar rememoraba aquel deseo sincero de ser uno de aquellos personajes tan queridos. Conservaba aún el verdadero sentido de la justicia y la moral totalmente irreprochable, casi religioso. Su devoción natural hacia la familia y el trabajo, se distinguía entre el volumen de su carne y su afición al alcohol como los faros de un coche en la ruta nocturna.

La vida lo quiso ahí mismo, en ese momento, donde a pocos metros el negocio de la estación de servicio estaba siendo asaltado.

Armas de fuego, capuchas y ademanes furiosos animaban una escena de violencia. Gritos, tiros y corridas. A los ojos de Fernando se despliega la realidad compleja. La efervescencia del momento escapa a la lentitud de su pulso, que no comprende aquella situación de vida o muerte. Los pensamientos heroicos se tornan incómodos, estúpidos. Piensa en lo que puede hacer y en su querido hijo durmiendo. Sangre inconveniente y causas complicadas hacen de Fernando una estatua inmóvil. El drama de la situación concluye. Los ladrones huyeron, el patrullero tardará unos minutos en llegar. El tiempo le devuelven la calma a la calle y él vuelve a su camión. Ve la hora, son las once y veinte pasadas. 

“¡Qué mierda!”, dice sin saber bien a qué o a quién se refiere. Prende la radio apagada con un ánimo esforzadamente tranquilo. Enciende el motor y en sus oídos la voz del locutor no es escuchada. Le queda todavía un miedo extraño. Se siente ridículo. En Lobos todavía no hay luz. Ni héroes.  

viernes, 26 de octubre de 2012

Invención de excusas



Tenemos que juntarnos para ir en bici a algunos de esos lugares que escuché algún día pero que nadie conoce. Pensá que también podríamos vernos para pelearnos y odiarnos y después abrazarnos. Yo quiero verte para que cocinemos una torta de manzanas que salga horrible. Y algún día podríamos reunirnos para jugar a un juego infinito que, como tal, no se termine. ¡Ya sé! Quedemos en vernos en Frías y Magallanes, a las nueve de la mañana sin otra cosa que hacer que mojarnos porque llueve, ya que nosotros olvidaremos nuestros paraguas. Juntémonos para después separarnos, ¿qué te parece a las siete? Podríamos vernos con los ojos vendados y no saber con quién realmente estamos estando. Quiero arreglar para que yo te trate mal, hablándote como a un niño, y que después vos me des una trompada en la cara. ¿Y si mejor venís a casa en un ratito? Quiero saber si vos en realidad querés que nos juntemos o no. Ya habíamos quedado en contar todos lo tréboles del mundo uno por uno... ¿qué día era eso? Avisame con anticipación, porfa. Yo tengo el lunes que viene disponible para que podamos ir caminando adonde no nos importa ir. Y ese martes capaz me hago un ratito a mediodía para que nos juntemos a comer algunos alcauciles. De acuerdo, ¿nos vemos entonces? Que sea antes de que yo termine por caerte mal, ¿dale?, pero después de que entiendas que por lo menos valgo quince minutos de tu tiempo.
Tenemos que juntarnos antes de olvidarnos, acordate. 

La caída


Cansado de ver su misma imagen en el espejo, se decidió a cavar un pozo sin término; una vez concluido, se arrojó dentro de él.

El movimiento lineal de arriba hacia abajo que implica toda caída, se hace incómodo si es continuo y se perpetúa en el tiempo sin que nada lo detenga. Él lo entendió pronto y buscaba las posiciones más favorables para su cuerpo, pero pronto el hábito se hizo costumbre, y sólo se dejó caer.

En un principio tuvo frío y con los días vino el hambre. Comió algunas lombrices que caían como él. Sin sospecharlo siquiera muchos pequeños insectos caían en mitad de su tranquilo paseo subterráneo al encontrarse de súbito con aquel agujero sin fondo. Con el tiempo pudo hasta prescindir de ellos, sus movimientos eran tan ínfimos que ya no necesitaba alimento alguno y olvidó el hambre.

La importancia y la noción del tiempo la dejó allá lejos, en la superficie, por lo que olvidó también la frecuencia de los minutos, las horas, los días y los años. Pero el transcurso temporal no le pasaba del todo desapercibido conforme su barba crecía y se hacía más y más larga. La alternancia entre escarabajos y saltamontes, le advertía, además, el paso de las estaciones del año.

Con tal de sentir compañía, les ponía nombres a muchos de aquellos pequeños individuos, nombres que olvidaba al rato o trastocaba sin que ellos mismos se dieran por aludidos, continuando con uno la charla que había comenzado con otro.

Pero pronto se cansó también de ellos y no pronunció más palabras.

En otro de aquellos días, una pequeña piedra, que ignoraba las leyes físicas que igualan la velocidad de los cuerpos en caída libre, vino a estrellársele en la cabeza produciéndole un dolor tan intenso que se vió impelido a rememorar el desahogo que produce el grito. Pero no pudo. Ya no recordaba el sonido de un grito. Y se percató que, a su vez, el silencio también se volvió infinito.

Asimismo olvidó la luz. Sus ojos aprendieron a distinguir entre matices de negro. La noche abisal inundaba el pozo y su alma sin fin.

Para no morir, evitaba olvidarlo todo. Se aferraba a algunas ideas y palabras esporádicas que flotaban indefinidas en su mente. Hacía grandes esfuerzos por pronunciarlas en voz alta, pero ya no le salía. Los esfuerzos se tornaban dolorosos.

Se revolvía en su memoria, eso sí, la imagen de una vida errante en un mundo donde el suelo no le permitía a uno caer, el egoísmo de perpetuarse en una vida estática y habitar un único cuerpo, ser dueño de un estómago que no come insectos, la injusticia de distribuir la luz del sol, la belleza momentánea de la música en los oídos.

La caída, prevista como un proyecto de vida segura y un refugio de sí mismo, comenzaba a mostrarle todo el rigor de su obstinación. Comenzaba a prefigurar en ella su propia muerte, muerte inútil, además, porque no significaría descanso alguno. Entendió que, aún muerto, seguiría cayendo.

En su cabeza y avanzando despacio, una cosa como una larva se estrujaba y se retorcía. Era algo indefinible, reprimido, algo de su vida anterior, su vida olvidada. Quizás un recuerdo palpable, concreto, que por tal se borró de su memoria. O tal vez no, no estaba seguro, quizás fue un sentimiento o una idea. Acaso algo no entendido, tan cotidiano como la caída de un pétalo.

Mientras, transcurría el tiempo ignorado, la enfermedad atacaba los pocos vestigios físicos que le quedaban. Costras de piel seca, causadas por el constante castigo del aire en movimiento, hacían que su cuerpo se desprendiese lentamente de él. A su vez, su mente languidecía en la búsqueda de aquella certeza, aquel origen oscuro que presionaba su cabeza desde adentro. Sin darse cuenta, como las luces variadas de un letrero luminoso que se prenden de a momentos y se intercalan en un ritmo forzado, en su cabeza surgían recuerdos lejanos: aquel trabajo mediocre, el sol opaco de todos los martes, el nombre de una mujer ordinaria, la muerte de un hijo, chicos en la calle, banderas sin colores…

Todo lo inútil desaparece en los profundos pozos, pensó, mientras olvidaba y caía.


A la mañana un dilema



Hace algunos minutos que Fernández levantó las persianas de su negocio. Tantos años lleva a cargo de esta pequeña y escondida farmacia de barrio que apenas puede notar lo mal que la viene llevando desde el último invierno. Lo sencillo de sus costumbres lo volvían indiferente a las fluctuaciones de sus ganancias, pero ahora era distinto. Hace ya tiempo que se encuentra en una situación verdaderamente miserable. Sus medicamentos se vencen en los anaqueles.

Aquella mañana una persona entra, compra algunas pastillas y se va. Fernández, impasible a tan insignificante compra, continua con el trabajo de repasar las estanterías. Mientras limpia las de un extremo, las correspondientes a analgésicos y antiinflamatorios, se da  cuenta de que sobre la pulida y vidriosa superficie de un frasco se refleja un bultito tirado detrás de él. Una billetera está inerte sobre el piso detrás del mostrador y es, sin duda, del último cliente. Fernández se acerca a ella con curiosidad pero sin levantarla. Comprende, a su vez, la gran disyuntiva en la que se encuentra ahora.

Por el tipo de hombre que había pisado su negocio hace unos minutos intuye que esa billetera tiene algo de dinero. Podría levantarla y fijarse si alguna tarjeta delatora tuviera el nombre del dueño. Pero eso, piensa Fernández, significaría iniciar una búsqueda con el fin de devolver el dinero y él no había decidido nada aún. Los minutos pasan y la indecisión comienza a torturar la mente simple (¿simple?) del farmacéutico. ¿Devolver la billetera, o no? Esta pregunta tan natural va tomando un cariz existencial que le carcome el alma de a poquito. Piensa que con el poco dinero que la billetera pudiera tener podría pagar los servicios del mes. Sin embargo, quizás no tuviera nada y él estaría allí parado como un tonto fantasioso. Lo lógico, por otro lado, es que las billeteras tengan plata, para eso están hechas.

Podría hacer lo que  la mayoría de los negocios hacen con todas las cosas olvidadas, se las guardan hasta que las vengan a reclamar en determinado plazo. Pero esa no es una opción, a Fernández se le vencen mañana las facturas de luz y gas y ayer le había pagado a su proveedor de drogas, no tiene ni un mango. Si toma la billetera no va a esperar a que la reclamasen para poder quedársela, no podría evitar ver lo que tiene y tomarlo como un préstamo. La cuestión es si se agacha o no a agarrar la billetera. Si sólo la toca, ella y lo que tuviera adentro inevitablemente serían de él…

La vacilación hace que se pregunte quién es él mismo, cuáles son los actos correspondientes a una persona honesta y de impecable reputación. Claramente debe tratar de devolver la billetera. Pero no tiene ganas de hacerlo, ¡una billetera no va a hacerme mejor o peor persona!, piensa. ¡Una billetera no destruirá una carrera hecha con profesionalismo, una vida honorable y sin máculas, una billetera seguramente vacía!

De repente decide levantarla de una vez por todas, se agacha y extiende su brazo. Ya casi la tiene, solamente le falta cerrar la mano y aprisionar el pequeño cuadrado de cuero entre sus dedos. No puede. En vez de levantarla se lleva la mano a la frente que se encuentra transpirada. El sólo recuerdo de su moral férrea y su conducta intachable lo hacen estremecer. No puede tomar algo ajeno de ninguna forma, por más apremiante que sea la necesidad. Aunque por otro lado… 

Sin poder determinar tan terrible dilema, se da cuenta de que está perdiendo demasiado tiempo en algo que podría haber pasado por alto, un hecho azaroso y sin importancia que vino a interrumpir su rutina. Nunca antes se había hecho tanta mala sangre por una cuestión tan estúpida. Decidió entonces dejarla ahí donde estaba, tirada en el piso. Decidió no apropiársela y, en vez de ello, se limitará a observarla con atención. Lo cautiva la idea de saber qué es lo que hará la próxima persona que entre a la farmacia y la vea ahí, abajo en las baldosas, tan inmóvil, tan dudosa y marrón.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Oda al gato





En aquel día anochecido reina el suspenso de una penumbra sin nombre. La ondulación de un gato se entrelaza entre las figuras cuadradas de las casas y un silencio casi perfecto se descascara con el monótono ladrido de perros aburridos. En el aire se respira el encono de un viejo secreto. En la oscuridad, cuando nadie los ve, los perros se odian. Se odian entre ellos, odian a los que pasan, y odian su destino sumiso. 

En las alturas, de blanco, marrón y negro se viste un gato. Alejado del mundo. Solitario. Salta, trepa y transgrede el ilógico límite de techos que son suyos. En sus ojos el secreto del universo es descifrado, mientras bajos espíritus maldicen su existencia. Aquellos necios no entienden que el gato los precede. Lo desprecian y desconocen que el animal los desprecia primero. Y lo hace porque entiende que la inteligencia no es obediencia y que el amor no es fidelidad. 

Entre tanto cemento, el gato es libre y se jacta de ello. De su autonomía. De mantener sus misteriosas curvas entre ángulos rectos de tejados y balcones. De latir con instinto entre ladrillos fríos. Al bajar a la calle pasa frente a las rejas de una casa. Con elegancia mira a un perro que le ladra. Con indiferencia, trepa al cielo.

Al sur de Suradí



Todavía era de noche cuando despertó. En sus labios encontró la sequedad de los yermos terrenos de Suradí. Como los hombres que han forjado sus propios hábitos a fuerza de repetirlos y no pensarlos, se vistió con lo necesario para guardar las apariencias y fue el último en llegar a la carpa principal.  Ese día se decidía la suerte de las fuerzas rebeldes y la junta decidió mandarlo a él y a sus hombres a la vanguardia de la operación contra los grupos hostiles de la ribera.

Agrupó a sus oficiales y partió de inmediato a la ribera. El día comenzaba a madurar, el equipaje de asalto se recalentaba a sus espaldas, y todavía faltaban algunos kilómetros antes del vado que debían cruzar, más allá del cual era tierra desconocida. La manga de su camisa camuflada sufrió un desgarro al pasar junto a un raquítico arbolito espinoso, dirigió espontáneos insultos a los trabajadores clandestinos que confeccionaban sus prendas, irónicamente de la misma etnia que habitaba la ribera hacia donde se dirigían, al sur de Suradí. Arrancó de un tirón un pedazo de manga que colgaba de tres hilos.

El calor revolvía su mente. El aire espeso removía recuerdos. Apareció en la fabrica textil donde paseaba de niño de la mano de  su tío abuelo. Allí donde los hilos salidos de una planta frágil se convertían en la casaca del Faro F.C, que multiplicaba por mil la fuerza y el valor de aquellas hebras de algodón. En sus pensamientos sinuosos su propio tío era una marioneta sostenida y conformada por una infinita trama de insignificantes hilos. Problemas de presión le solían causar mareos, el superior entendío que aquel no era el mejor día. 

Estaban llegando. Las fantasías de lo que un soldado es y hace, cultivadas desde la niñez, estarían prontas a cobrar sentido, en el fragor de la batalla, en la confusión de los disparos, en la sangre del herido, en el heroísmo soñado. Cruzaron el arroyo severos y seguros de sí mismos. 

Vapores de extrañas especias, vahos de misteriosa procedencia se mecían lentamente de aquel lado del arrollo: la mística ancestral de las fuerzas rebeldes comenzó a trabajar en su interior. Sin mascarillas, olores desconocidos penetraron sigilosos en sus cuerpos. No hicieron cien mentros cuando empezaron a tambalear, un zumbido inexplicable parecía alterar el equilibrio. Un malestar les cruzaba frío por la espalda e, imperceptiblemente, les  invadía el cuerpo entero.

Pisaban tierras rebeldes, en unos minutos estarían en el acampe y la masacre se consumaría. A los ojos del superior se desplegó un panorama sombrío, los primeros toldos se desplegaban vacíos ante ellos.  Parecía otro mundo, pintados de colores, adornados o defendidos con grandes piedras dispuestas en círculos concéntricos, cada toldo se erigía como un tótem siniestro. Se adentraron al asentamiento sin disparar, impasibles, estudiaban el ocasional patíbulo. El malestar era indisimulable. Alejado de sí mismo, intentó dar órdenes pero extrañas palabras brotaron de su boca. Completamente enajenado, su cerebro lo transportaba de inmediato a recuerdos fuera de su memoria, vio cosas que no había vivido pero que eran su pasado y su persona. Recordó con el mayor detalle muertes que no había causado y mujeres que no había tocado.

El superior hizo la mímica de abrir fuego. Fue el último en entender su propio gesto, despertó afiebrado a un mundo menos real que su feliz delirio y comenzó a disparar. Disparar a aquellos negros que aparecieron como brotados de la tierra, con armamento y equipo de asalto. Disparos. El vacío recibía indiferente cada metralla. Los cuerpos sangraban. 
 
Debajo de sus cascos podía notarse cómo la tonalidad de su piel, pasando por el rojo carmín y el morado, iba tornándose cada vez más oscura: el peloton se había masacrado a sí mismo en un acto donde verdugo y condenado coincidieron en el espacio, no en tiempo.  

Palabras sin traducción posible brotaban de aquellos cuerpos oscurecidos antes de morir, dirigidas con esperanza a un dios estelar. Aunque la bala hubiera perforado en lo más central de sus cabezas, se daban tiempo para proferir palabras santas. Sus voces eran raras y melodiosas. El Superior, herido de muerte, fue el útlimo en pie. Observó por un momeno sus manos ahora negras, ajeno a sí mismo, en su cabeza una energía ancestral desplazaba su racismo. El tiempo se detenía entre aquella doble mirada de ojos sordos al diálogo del mundo, entendió que fueron víctimas de poderes antiguos, de conjuros chamánicos. De su boca brotaron unas últimas palabras que logró entender, como un telegrama lejano: las balas y los hilos no soportan tu peso.

Gerardito y las hormigas



Las hormigas no saben que son hormigas. Saben lo que tienen que hacer y lo hacen. Ahora hay veinticinco que caminan una detrás de la otra entre la comisura de dos baldosas, van rápido. Gerardito las ve pasar muy apresuradas, tanto que no llega a contarlas, son veinticinco. Las hormigas no saben que son insectos y no saben que tienen seis patas, tampoco saben que corren porque las están matando. Y no saben porque hasta el final son generosas y a ellas esa muerte, nuestra muerte que es siempre individual, no les importa nada. Tampoco saben que un papá (el de Gerardito) las está matando. Gerardito es tan pequeño que no sabe de empresas inútiles o imposibles y, por ende, las alienta a correr más rápido todavía. Las hormigas van ahora rapidísimo.