martes, 1 de enero de 2013

Un vuelo



Entre las ramas de la Santa Rita aleteaba, subía y bajaba en vuelo admirable un picaflor o colibrí que visitaba muchas flores de muchas plantas en su aleteo perfecto, apenas perceptible. Sabía, por el martín pescador, que, así como las parejas que deciden engañarse se autodestruyen, la vida de un picaflor termina cuando decide dedicar su labor a una flor individual, anomalía infrecuente entre los de su especie. La advertencia fue clara: el amor y la fidelidad eran la peor condena.

Un día de nubes nocturnas el ave visitaba a su planta predilecta, aquella de flores hablantes. Su indiferente picoteo se detuvo ante una infloresencia distinta, ella le habló y lo que no debía suceder ocurría sin reversión posible: el picaflor se estaba enamorando.

Encegueció su vista y el descubrimiento de la fidelidad llenó su estómago de comodidad. Sus visitas por día a la inflorecencia hablante no podían contarse y pronto la pobre requerida agotó todo su nutritivo néctar y nuestro protagonista comenzó a tener hambre.

Las necesidades físicas se aplacan fácilmente con firme voluntad, y optó por quedar en compañía de su enamorada de forma permanente. El picaflor distraía a su amada con largas charlas, su vuelo ya no era ascendente ni admirado. Su posición era necesariamente la más quieta; cuanto más estático permanecía él, más podía contemplar su perfección. Tal esfuerzo desgastaba sus plumas y agotaba su corazón.

El tiempo, a su tiempo, envejecía a la flor que perdía su firmeza y opacaba su voz. El ave tan enflaquecida como persistente acababa ya con sus pocos ánimos. De sus ciento cincuenta plumas le quedaban unas veinticinco ya débiles y algo apiojadas. Su panza se llenaba de elogios y promesas extenuadas y su corazón era sostenido por la vieja corola de aquella flor marchita.

Un día la flor cayó de muerte para volverse tierra y el picaflor se encontró solo en el mundo. Triste sin palabras decidió guardar su fidelidad en silencio. Había conocido el amor unívoco y por eso mismo tan incomparable, la fatalidad estaba consumada. Tomó algunas fuerzas del aire y buscó sin suerte alguna flor de la cual alimentarse. Se vio frustrado y confundido: ninguna era igual a ella. Una enfermedad progresaba y en su desesperación visitaba a otras flores luminosas, rosas ordinarias, claveles voladores y alguna que otra azucena. El desconsuelo descomponía su corazón y sus huesos se despedían de su carne.

La muerte pudo con él. Su vuelo exánime cruzó el aire y dirigió su cuerpo desplumado hacia el suelo. Y por primera vez se lo pudo ver volando de arriba hacia abajo. Era de no creer, algunos pájaros conocían su dolencia y eran compasivos. Otros, influenciados por las malas lenguas, afirmaban que sólo caía.