jueves, 25 de diciembre de 2014

Examen de coiffeur


Es por ahí mi rey, me dijo delineando los bigotes anchoa con un pequeño cepillo de carey. Mudaron la academia de piso otra vez y me marean. Sigo por el pasillo que me señaló y entro al ascensor. Estoy bombonazo, amo estas cápsulas multidimensionales que suben y bajan sin explicación. Aprieto insistente el botón al seis, con estas uñas postizas no puedo ni sacarme un moco.

-No anda reina- me dice otro que es nuevo y se parece al conserje Willy.

-¡Ay! No me jodas, estoy llegando diez minutos a mi último examen...

- Me encanta joder a la gente. Fijate en el cartelito que pegué acá: fuera de servicio.

Entré a correr los cinco pisos de escaleras que subían en caracol sin leer el papel a4 del orto que se daba aires de cartel. Dios, corrí el colectivo para llegar al tren de las nueve y ahora esto. Hoy no me falles pequeño antitranspirante a bolilla, dije en voz alta mientras tanteaba mis cosas. Todo correcto: la tijera de entresacar en el bolsillo del pantalón, las demás en la campera, fijador, gel, y máquina en la mochi.

¡Estoy demasiado nervioso, conserje Willy! grité en el piso tres. No sé si estoy pensando o hablando, estoy demasiado nervioso porque NO me puede ir mal hoy. Del estrés se me cae el sombrero de gamuza lila que amo, bajo cinco escalones que ya había subido para recojerlo. ¿Eso sería como coger dos veces algo, no Willy? Me río tenso y las carcajadas resuenan en estas escaleras que no se terminan más.

Las gotitas de chivo me patinan la frente cuando llego, por fin, al seis. Estoy demasiado nervioso ¿ya lo dije? Mi futuro de coiffeur se fragua entero y de golpe, sin importar mis tres años de durísimo entrenamiento. El ploteado negro sobre fucsia con mi apellido en el local de una esquina de Palermo me espera, junto a la clientela fiel, el viejo de barba almendrada, el perrito salchicha que sortea los cabellos otoñales, y las luces navideñas que decoran los cuatro espejos que van del piso al techo.

El profe me mira raro cuando entro. Si, si, ya sé que llegué quince minutos tarde honorable señor, chito la boca. Pongo mis cosas en cualquier lado. No puedo pensar. La academia estaba reluciente, los clientes ya habían llegado, pero mis compañeritos me llamaron la atención, todos raros, mirándome.

-¿Pasa algo señor profesor? Acá hay gato encerrado y no soy yo... estos pito duros parece que se están burlando.

-Nada, Ale. Prepará tus cosas que arrancamos. Ubicate que están los clientes y hoy es el examen.

- Nosotros no arrancamos, profe, removemos los sobrantes antiestéticos de cabellera...

Me toca un cliente de pelo perfecto, liso, de muñeco bebote. ¡¿Qué raro que me hayan puesto al más lindo?! En general me encanta mirar a los demás a través del espejo, siento que así veo sus intenciones más escondidas, sus calores de bragueta. Pero hoy no tengo tiempo, necesito trabajar en un peinado perfecto y saco mis tijeras.

Me siento Edward Scissorhands dándole una forma esplendorosa a este seto rubio y dócil. Me ensimismo en la danza de mis tijeras, amo esto, un corte por acá, otro por allá, más al costado y va queriendo. Pasan los minutos hasta que, a través de los espejos, veo a esos desgraciados aguantándose las risas detrás de mí. Veo por primera vez la cara de mi cliente y me baja la presión.

No te la puedo believe... me sonríe el forro del portero que hoy volvía de la dispensa, el pelado Astigarraga. Hoy con el copete de James Dean. 

martes, 18 de noviembre de 2014

¿Por qué está bien hacer compost?



Es una idea tan sencilla como desoladora: resulta que la descomposición de una fruta madura es igual a tu envejecimiento y posterior muerte. Andrey opina que el pensamiento es tan amargo que mejor evitarlo, pero resulta imprescindible para entender el valor del compost. El paso del tiempo corrompe los tejidos de una cebolla como lo hace con los tuyos, pero más nefasto es pensar que la muerte de las cosas termina en la inutilidad de juntar mugre en una esquina de la calle, o ensuciar un contenedor entre desechos plásticos o metálicos que terminan siendo inservibles. 

En cambio, conocer que la muerte de un tomate, como mi propia muerte, puede devenir en algo provechoso, produce en el corazón una paz que no puede describirse. De la descomposición de una rama nacen hongos y seres minúsculos que la vuelven tierra, y de esa tierra sale otro árbol. La idea de que sería mejor terminar en una pila de compost que en un cementerio me surge tan fúnebre como justa. Lo voy entendiendo, hacer compost está bien porque es darle un empujón al ciclo natural que comprende la continuidad de la vida y la muerte, el círculo vital del cambio presente en tantas creencias lejanas.

Pienso en esto mientras sigo asintiendo ante la mirada de Andrey, que quiere confirmar la completa comprensión de todo lo que él me explicó antes. -"Ajá, Andrey, entendí hasta lo que no dijiste"- le aseguro. Me levanto del pasto y agarro la mochila. La hora de irnos hace que hablemos de otras cosas.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Hay veces en que...



Hay veces en que, queriendo contar las monedas, se te cae una con el entusiasmo de rodar varios metros y meterse ahí donde jamás la vas a recuperar. También hay días en que se te cae dentrífico en esa remera negra y limpia que tenés. O hay mañanas en que uno quiere pasar el té de taza y, por algún fenómeno seguramente explicado por la física y la dinámica de los líquidos, el té discurre tranquilo por todo el contorno de la taza inclinada mojando cualquier superficie menos el fondo de la otra taza donde uno tan inocentemente imaginaba que caería. En ocasiones el reloj apura y uno olvida la maldad de una media mal puesta; en el apuro te la ponés con la costura final un poco desviada de su eje horizontal y esa pequeña imperfección convierte cada paso en un infierno.

Hay veces en que pasan éstas cosas y otras parecidas, como si los objetos inertes acordaran actuar en tu contra, revelándose con toda su simplicidad ante el autoritarismo que tenemos cuando los manejamos. El mundo se torna del color más negro que se pueda imaginar. Los peores insultos se agolpan en la boca preparados para difamar el orden del cosmos. Entonces el día está a punto de colapsar en un agujero de irremediable mal humor. 

Así vas caminando por la calle, odiando cada paso. A todo el mundo. 

Hasta que esa persona pasa. Hablando por celular. Te mira. Y una sonrisa. Por un segundo ese mundo de muerte se diluye en el deseo. Una sonrisa tuya y la destrucción del mal humor es inmediata. El mundo de infortunios que persistía en tu cabeza no puede superar la felicidad dentro de su orden oscuro y se consume en la contradicción. La mirada de ella queda en la memoria inmediata y quizás desaparezca por completo en unos días, pero su acción ha sido indudable. No dejo de pensar en que los estados emocionales que se desmoronan con facilidad jamás son del todo verdaderos. 

En eso estás mientras la media sigue molestándote dentro de la zapatilla, pero tu mal humor se encuentra desactivado. En el mejor de los casos, y si la mirada llega al corazón, se puede disfrutar de la justa rebelión de las cosas: ¿cómo juzgar al té que escapa con valentía del destino de convertirse en orina humana?, ¿cómo no pensar que la moneda hace lo que debe cuando se esconde del ruin manoseo mercantil?, ¡qué bien están las cosas que se hacen odiar por aquellos incomprensivos e intolerantes seres humanos que desconocen la belleza de tu mirada! 

lunes, 10 de noviembre de 2014

Jamás la volverá a ver



No hay trenes en Lomas. ¡Arabella estaba tan cómoda sentada donde estaba! No odia los colectivos pero sí las paradas de colectivos. Odia estar en la calle y más esperando. A las siete lo esperaba Nicolás en su casa. Mira la hora, son las siete y cuarto pasadas; no puede llegar muy tarde porque la relación está bastante tensa para soportar la fricción de excusas imprevistas. Camina a la parada del colectivo porque no le queda opción, la idea de nuevos inconvenientes la lleva a pensar una vez más en su novio. Sin embargo, el día es lindo, ella se encuentra relajada y puede ver, por eso, las cosas con un poco de distancia. Piensa en la relación que lleva con él desde hace ya tres años. Una relación sin descanso, sin esas pausas necesarias que dejan tomar aire antes de emprender el esfuerzo más grande de toda persona: el largo esfuerzo del amor. Su relación con Nicolás ha sido desde siempre intensa, fue ésa la razón por la cual no pudieron tomarse nunca algunas semanas para repensar las diferencias. Ella sentía, desde lo hondo hasta lo superficial de su ser, su anhelo por las caricias de Nicolás. No obstante, él no era más que eso para ella, un montón de caricias vacías. Pasados tres años Arabella nunca había experimentado tanto el triste aliento de la infelicidad. Está segura de que sus días con Nicolás discurren en la equivocación.

Espera el 160, el 79 o el 74, cualquiera la deja bien. Por el orden inexplicable de las cosas un mensaje de Nicolás y una llamada de su jefe le llegan casi a la vez. El primero lo lee enseguida, suponiéndolo previamente: “Donde estás??”,  le escribe su novio. La inmediatez de la llamada imprevista no deja crecer el disgusto por el mensaje. Las primeras palabras de su jefe sonaron: “Hola Arabella. Lorena no puede viajar a Brasil por problemas personales surgidos a último momento. Iba a llamar a la agencia pero pensé en vos. El avión sale mañana temprano…”. Un viaje de trabajo por una semana a un país que siempre quiso conocer. Le responde que puede ir, que ya mismo armará las valijas. Arabella cruza la Avenida Espora y se toma un remis a su casa.

Nicolás, entretanto, espera con seguridad la llegada de Arabella. Tarde o temprano, junto a ella, llegaría la felicidad. Nicolás, como todos nosotros en el momento que antecede a la tragedia, creemos que conocemos el mundo, las personas y los sentimientos. O sabemos que conocemos sólo una fracción del mundo, pero que ese pequeño conocimiento nos basta para deducir el resto. Desde las siete y veinte hasta que terminó aquel día, Nicolás no dejó nunca de creer en que Arabella aún lo amaba y que ése día tendrían sexo en su cama.

Jamás la volverá a ver.

Como nunca pudo creer en la posibilidad de un mundo que escape a sus razones, así como renegó la existencia de la locura y la poesía en las fuerzas que ordenan las cosas, Nicolás sostendrá por siempre que la loca ha sido ella.       

martes, 28 de octubre de 2014

Pescador de estrellas



Pescador de estrellas, tan tonto, con tu inútil tanza ansías aquellas que en el hondo firmamento se entremezclan- dijo uno.

-Cazador de astros, nunca lograrás enlazar una felicidad tan lejana. Nunca nada alcanzarás y morirás intentándolo- dijo otro.

-Por intentarlo es que subsisto. Si no yo, será otro el que logre la imposibilidad- responde él.

viernes, 16 de mayo de 2014

El Ser y la Luna



En un principio era la Satisfacción. Sus hijos, los antiguos dioses ociosos, se disputaron la paternidad de un nuevo Ser que, una vez crecido, los devoró a todos y creó al mundo. El Ser era único y pensante. Cuando él quiso creó la noche y la luz a su parecer y, una vez concluida su tarea, se sentó a reflexionar. La luna de su pensamiento se elevó en el cielo nocturno crecida de malezas y luz ciega; fría y distante aquella luna nueva empequeñeció aún más  la calidez de sus divinas pasiones. A medida que reflexionaba, el Ser develaba el universo y se descubría a sí mismo. El árbol que prosperaba en su corazón fue deshojándose por tanta lumbre seca de amor, llenándolo de hojarasca por dentro mientras el otoño (la estación más triste creada por el Tiempo) le enfriaba los pies. En la enormidad del universo no cabía otro escenario como aquel, tan absoluta era su pequeñez; y el adormecido ser primigenio que contemplaba la luna como quien se mira al espejo era consciente de ello e impertérrito entabló una lucha silenciosa contra el astro de plata que adorna la noche. Sus miradas atravesaban la profundidad del espacio. La Luna hija misma del único Ser desafiaba a su predecesor desde lo alto. 

La lucha silenciosa había comenzado para el que, sentado, la había incitado sin prever que conllevaría su propio fin. El primero que alcanzara la verdad triunfaría por sobre el otro. El Tiempo, viejo dios reducido a vestigios de períodos incalculables, no tenía injerencia en aquel combate astral y el duelo se extendió por dimensiones desconocidas. La luna regañó la imperfección de dos opuestos, la noche y la luz, que no podrán convivir en un mismo mundo a menos que ella los reconciliara.

El Ser único y pensativo, la corrigió:              
-Nada sabes de la noche y de la luz, ambas creaciones mías.
-Yo soy la luna de tu pensamiento, estoy dentro de ti  pero me encuentro fuera de tus creaciones imperfectas y divididas. Soy luz y noche en una, razón y pasión en una y de tus ideas soy luna.
-No puedes estar dentro de mí y a la vez tan lejos porque el Espacio es creación de viejos dioses y no puedes contravenirlo.
-Lo hecho ya no puede deshacerse, en ti me di yo y en mí se dará lo que no se ha dado por sí. En este momento el universo se escinde, ya no será el que conoces, hijo encorvado de la Satisfacción, sino que en este nuevo cosmos yo seré la ley y la reina.
-Si estás dentro mío te será imposible destruirme.
-Creceré dentro de ti y viviré al costado de tu consciencia, ya tu razón unívoca de nada servirá. No te destruiré como hiciste con tus padres a los que pudiste amar. Sino que te haré sangrar. Rojo sangre. Rojo vida. Una vez al mes dolerá tu sangre. En ella se integrarán los elementos, tierra fértil, agua bendita y fuego sagrado. 

Desolado, el Ser descubrió su falta y a la luz de la Pálida Luna vio la descomposición de aquellos viejos cuerpos en el suyo. Entendió que el mundo que había creado era impuro y que todo allí iba a ser consecuencia de unas mismas causas y esas causas impuras conllevarán en germen las mismas consecuencias, así hasta siempre.      

-En el nuevo mundo nadie podrá predecir lo que pasará, todo será imaginario y el impulso divino del amor y la pasión dará forma a todo y hará surgir cosas desconocidas, mientras el universo que habitas envejecerá hasta el infinito encerrado en su propio cascarón y en él nada nacerá, nada cambiará y todo será igual y así morirá.

El Ser dejó ir a la victoria y a la Luna con ella. Quedándose solo, miraba a su alrededor con profunda congoja y envidiando el destino del perpetuo prisionero que al menos tiene la fortuna de morir algún día.  De este modo, el árbol que prosperaba en su corazón acabó seco, llenándolo de leña por dentro mientras el invierno le enfriaba los pies.

miércoles, 7 de mayo de 2014

En el cerro Corá



Marco nunca había sufrido tanto la falta de espacio en la camioneta, viajó con las rodillas  flexionadas hasta el pecho y tenía el cuerpo totalmente entumecido. Por suerte estaban llegando. La visita a Paraguay era parte del cronograma habitual de la familia Estigarribia, aunque este verano se veía inesperadamente incitada por la enfermedad del viejo Agustín. En él pensaba Marco, mientras las calles de asunción lucían por la ventanilla; recordaba la última imagen que había tenido de su abuelo el año anterior, siempre enérgico y contador de historias. Difícilmente sería la misma. 

Cuando llegaron, el alivio de Marco por sentir sus piernas liberadas contrastó de inmediato con la triste impresión de ver a su abuelo Agustín postrado en su dormitorio. -Hace dos días que le cuesta levantarse-, les dijo Estela. Los recibió con las sonrisas y bromas habituales, pero la noche siguiente su salud empeoró, el viejo Agustín Estigarribia tuvo que ser conducido al hospital. Había comenzado a toser sangre y su viejo cuerpo rechazaba los alimentos.

A las tres de la madrugada, Marco se quedó sólo en la sala con su abuelo que dormitaba anestesiado en la camilla más cercana. Paraguay no le gustaba y estar en ese lugar no mejoraba la situación, desde que llegó no hizo más que pensar en cuándo volvería a la Argentina. Agustín comenzó a susurrar cosas al principio ininteligibles y luego más claras. Susurraba despacio y calmo cosas que Marco no lograba distinguir.  

-Menos mal que estás vos, Marquitos, te quería hablar a vos- comenzó inesperadamente con los ojos cerrados. Marco se le acercó lo suficiente como para que su abuelo lo advirtiera. -Sí, sí, a vos te quería hablar. Te contaría lo que me pasó allá en el Cerro Corá, un día de muerte como el de hoy, pero no sé si hay tiempo, ¿hay tiempo?- Sí, sí, decime- le dice Marco. 

-Humm… el tiempo que quedaba en el Cerro Corá sí era poco, ya todo iba a terminar. ¿Te conté esta historia ya, Marquitos? Bueno, bueno, no importa la cuento de nuevo, me vas a escuchar ¿no?

En cuanto escuchó “guerra” y “Cerro Corá”, Marco identificó la historia de su ascendiente en séptima generación, Teniente Agustín Estigarribia, combatiente del ejército nacional en tiempos de la Gran Guerra. La escuchaba todos los veranos, al principio, cuando él era más chico, la historia no variaba demasiado, en los últimos años, en cambio, la historia era adornada de las formas más extrañas por la memoria deteriorada de Agustín. Al punto de que parecían siempre relatar hechos diferentes. Se la había trasmitido la memoria de su padre, era el más preciado de todos sus cuentos y de cierta manera el más literario también, en él arriesgaba alguna que otra metáfora.

-Te escucho, abuelo.

-Hacía un calor como el de hoy, Marquitos, y los árboles esperaban el alba de un día que llorará por siempre la gloria de los que murieron defendiendo su tierra. En el cerro el rocío nace con la primera luz y se evapora rápidamente. El bosque que atravesamos desconoce que ha sido el llanto y no la lluvia lo que lo ha regado durante los últimos años. En el amanecer se escucha la brisa, pero el paisaje es intranquilo: una multitud de brasileros apuran nuestra retirada. En los pies leñosos de este bosque el odio se va infiltrando como en un zapato que pisa el agua. Las aves surcan el miedo con su vuelo, desconocen la guerra y las naciones porque no se puede trazar límites políticos en el aire. Los chimangos gritan y advierten con hambre que aquella mañana la comida será escasa porque tienen prohibido por Ñanderurusú comerse a los nacidos en su tierra.

Son cuatro mil quinientos soldados brasileros contra cuatrocientos cincuenta defensores paraguayos que no defendemos ya nada aparte de nuestras pobres vidas. La retirada es el gesto más doloroso que queda al final de tanta guerra. Ninguno de nosotros miramos para atrás. En las filas invasoras se escucha una única mentira, la que proclama a Francisco Sólano López como el mayor de los tiranos y la amenaza más peligrosa sobre el continente.

Él mismo preside la partida, su presencia nos infunde confianza. La mitad de nuestra comitiva son mujeres, viejos y niños. Algunos pocos creyentes e ingenuos confían en que volveremos a nuestras casas vivos y como seres libres, mientras los demás apuramos el paso. Los triunfos heroicos quedan lejanos. Y el miedo nos cansa mucho los pies.

De los doscientos combatientes unos cincuenta somos verdaderos soldados. De todos ellos hay uno solo que vivió la guerra desde los primeros combates y ése habla, Teniente Agustín Estigarribia. He contemplado los matorrales del Mato Grosso, así como los esteros amenazantes del Iberá y los sangrientos pantanos de Tuyutí. También he visto las explosiones de los buques en el  Paraná y a mis oídos llegaron los rumores de cómo ocho mil soldados correntinos, a la manera de aquel Cruz del Martín Fierro, se negaron a luchar con el gaucho valiente que era el Paraguay, uniéndose a él y a toda una nación hermana.

Marco cayó en la cuenta de que su abuelo ya desvariaba. 

- En el Cerro Corá mis pasos cierran la partida. En mi calzado, el inocente rocío atenta mi ánimo con su traidora humedad. En mi cintura, una pistola alemana, un sable corvo y un facón mellado que no conservaría si no fuera de un amigo caído en Tuyutí. En mi corazón, la serenidad del fin. Pienso que si tuviera que elegir algún momento de la larga guerra para morir habría elegido el último, no por presuponer una vida un poco más larga, cosa insignificante, sino por la tranquilidad de saber que después de uno se encuentra el cambio ¿no, Marquitos? No hay nada más angustiante que pensar que incluso después de la muerte, la guerra y las desgracias continúan, como si ésta fuera por nada.

Un ejército diez veces mayor que el nuestro se acerca por el camino que vamos dejando. Será imposible evitar que en menos de una hora y media se pongan a tiro de fusil. Es necesario organizar una línea de defensa, aunque sea precaria. Se dispone que las mujeres y los pequeños continúen la marcha, e incluso se les sugiere que se desbanden por el bosque próximo, pero no lo hacen, ¡así de combativos somos! Nos detenemos en las orillas del arroyo Niguí. La luz aumenta aunque los árboles y las nubes tapan el sol en el horizonte. Las hierbas que pueblan el llano se achatan y el arroyo se silencia. La batalla se inicia. La última en la Gran Guerra. El mundo la ignora. Argentina y Uruguay comienzan a olvidar todo el mal trago. 

Nadie cree que más violencia de la habida hasta entonces fuera posible. A esas alturas todos eran perdedores. ¡Ignorantes!, nos atacan con la ilusión de una gloria ya del todo imposible: la situación de Brasil es también miserable, el imperio se encuentra devastado por tanta guerra, por la peste y la crisis.  

Entretanto nos van matando. El coronel Luis Caminos mira el cielo en el momento en que una flecha se le viene a clavar en el pecho: del otro bando hay tribus vendidas. El general Francisco Roa prefiere morir entre las rocas de un arroyo cercano. Benigno Ocampos es presa de privilegio porque Joao Feres no olvida su humillación en la batalla de Uruguayana. El Presbítero Francisco Espinoza, que cree en Dios, muere fusilado y puteando a los porteños traidores por cuestiones personales, siendo que él, tiempo atrás, era padre en una parroquia lejana de Buenos Aires. Algunas mujeres quedan prisioneras. 

El mariscal Francisco Solano López sigue a caballo y con su círculo más cercano logró apartarse hasta las aguas del arroyo Niguí, el mariscal pelea herido hace rato y los brasileños lo asedian, su cabeza tiene un precio alto. Es tarde para evitar la muerte deshonrosa del presidente, lo tumban del caballo y capturan a su esposa. El mariscal besa la bandera en un ademán tan exagerado que los brasileños atestiguan que intentó tragársela. Y tras explotarle un tiro en alguna parte del cuerpo exclama la frase célebre: ¡Muero con mi patria! escucharán unos pocos, ¡Muero por mi patria! atestiguarán los más sinceros.

Luego de su muerte todo es confuso. Un grupo de diez fuimos la última resistencia paraguaya en la Guerra de la Triple Alianza. No aguantamos mucho. Yo sostengo el sable corvo y me parapetaba de los tiros atrás de un tronco de yuquerí. Observo nítidamente los rayos del sol que se filtran oblicuos entre las nubes del este. Dejo sin vida a un soldado que se acerca confiado a mi posición. A lo lejos mi compañero no le va tan bien y lo sorprenden por atrás. Mal parado, aquel soldado del Paraguay es atravesado por una faca enemiga.

Soy, por tanto, el último paraguayo en tierra paraguaya. Algunos brasileños ya cantaban, a lo lejos. Comienzan a ultimar a los caídos, dispuestos a marcharse. Una bala me revienta por el costado. No la siento y tanteo la herida. ¡No puedo creer que el fin sea sin dolor alguno, que sea tan vacío, Marquitos! La tibia muerte me resbala por toda la parte baja de la espalda, pero es cálida, ¡y no duele! Me voy del árbol y voy a un largo prado que se extiende delante de mí, ¡me largo a correr, Marquitos, a correr!

El viejo Agustín comenzó a agitarse. Hacía ademanes y se incorporaba en la cama. Marco estaba estático viendo a su abuelo delirar, mientras la enfermera le aplicaba un anestésico. 

-No será una muerte honrosa pero no me importa. Unos que venían se burlaban del caso: o me alcanzan o me muero desangrado antes de llegar a la arboleda. Pero lo ridículo era pensar que corro por salvarme. Qué triste morir postrado como un enfermo si puedo sentir la energía de los músculos antes de que se me vaya el alma. Nadie sabe por cuánto el cuerpo quedará inerte bajo la tierra. ¡Corro! ¡Corro a toda velocidad, Marquitos! Es una desgracia morirse sin espíritu, sin sentir ninguna emoción por última vez; por eso hay miedo en mi corazón. ¡Ah, traidores!, ¿qué se creen?  ¡Corro como un niño asustado! ¡Qué lindo el sol, Marquitos! ¡Qué satisfacción despedir así a la sangre de toda una vida! No quiero morir como viví durante estos meses largos. ¡No quiero morir como un muerto!

Agustín calla, fatigado. Lentamente el sedante surte efecto. Marco se aguanta lágrimas que no son de él. La madre entra, Agustín dormía y respiraba regularmente. 

Marco sale del edificio, sin advertir a su madre, casi corriendo, sin aire. Mira de inmediato el cielo sin luna, las estrellas se ven bien. Camina rápido a su casa. Afuera, los nombres de las calles se parecen a los de la historia de su abuelo.