sábado, 24 de enero de 2015

La mancha imprevisible



Camila propuso la mancha congelada. “¡No! Mejor la mancha puente” opinó Esteban, que le encantaba pasar entre las piernas de sus compañeritas. “No, mejor que sea la mancha lapicera“, dijo pícara Agustina, “el que la queda se moja el dedo con saliva y si toca alguien con la baba ese la queda” explicó como si fuera un clásico. Así cada quien comenzó a inventar una mancha con el primer objeto que se le venía a la mente, "mancha pared" "mancha rama" etcétera, con la seguridad de que si alguien les preguntaba de qué trataba, algo se les habría de ocurrir. 

“¡Qué aburrido! Juguemos a la mancha imprevisible”, dijo finalmente Gerardito, que como nunca hablaba, cuando lo hacía todos callaban para escucharlo. El adjetivo los dejó pensando. “¿Y cómo se juega?” preguntaron. “Al que tocan tiene que hacer algo imprevisible” explicó sencillamente. Todos aceptaron. La quedó Seba, su mejor amigo, no dio tres pasos que la maestra Sandra le gritó que se sacara el chupetín de la boca. Seba se lo guardó en el bolsillo. Ahora sí, Gerardito sabía que lo iba a correr a él. Encima con las manos pegoteadas. Lo encerró en el largo pasillo del patio: lo iba a tocar. 

Seba se sacó la zapatilla y lo tocó con la suela, ensuciándole el delantal. Fue un buen intento. Para muchos fue inesperado, Gerardito, sin sorprenderse para nada, pensó en la consigna de la mancha que él mismo había propuesto. Ahora la quedaba él. Debía demostrar que la mancha imprevisible era perfectamente jugable. Pero se encontró con un dilema. 

Si pensaba lo que iba a hacer necesariamente no cumpliría con la consigna, dado que al menos él sabría lo que haría. En pocos segundos repasó todas las opciones que tenía a disposición, incluyendo bajarse los pantalones, ponerse a llorar o simplemente no hacer nada. Pero no. Gerardito entendió tenía que apagar su cabeza, dejar correr su subconsciente y hacer algo imprevisible incluso para él. Pero no podía. Lo no previsto era entonces imposible. 

Pensó, o mejor intuyó dado que se había propuesto no pensar, que lo prohibido era quizás lo más cercano a lo imposible en términos conceptuales. Sus compañeritos estaban mirándolo expectantes cuando un espíritu irreverente e indómito lo arremetió desde la panza, las estructuras mentales lo abandonaron, la vida como una energía incomprensible en su pequeño cuerpo brotó con todo su deslumbrante misterio y se dirigió decidido a la señorita Sandra y concretó aquel amor escondido encajándole de sorpresa un beso en esos labios carnosos pintados de rouge. 

Gerardito nunca supo que ganó el juego, lo imprevisible se abrió camino entre tanto escepticismo, se hizo carne en cada rostro boquiabierto, en los gritos de exclamación y las manos llevadas a la cabeza. A Gerardito le importó un corno el juego porque el amor prohibido brilló efímero como una luciérnaga en una noche de verano que destella una fracción de segundo para convertirse en el recuerdo más luminoso de aquella infancia, arruinado, claro, por la memoria, la sanción y el cambio de turno. 

viernes, 23 de enero de 2015

La muerte


Que no sea de viejo ni de enfermo. Que sea al aire libre porque miraría al cielo. Imagino un anteúltimo soplo lanzado al viento. El esfuerzo por no desesperar traería recuerdos tranquilos: algún paisaje, quizás una lectura o un diálogo agradable. Seguramente recordaré un buen tema de guitarra. Sería obligación pensar un poco en la gente, en las vidas que siguen y que son queridas. Tal vez más en mis amigos que en mis hermanos. Sin embargo, se destacará por sobre todas las cosas la sonrisa de mi vieja. No se me ocurrirá mejor metáfora de la vida que se va yendo. ¡Sería hermosa la calma de estar consciente!

Pero temo que la realidad sea muy diferente a esto. Temo desilusionarme, como siempre que tengo que afrontar un desafío imprevisto. La realidad nunca es tan bella. Así, es más probable que se parezca más a un examen mal dado, o a un tropezón de esos que te hacen doler, o a una despedida de esas que se olvidan. Sería muy lógico pensar que solamente la oscuridad y el dolor dominen el momento o, lo que no es menos probable, alguna abstracción. Si esto último sucediera, la vida vista de lejos sería como un cuadro abstracto de colores ocres: algunos puntos moviéndose en colores lisos, líneas retorcidas, miles de significados en un espacio reducido. Como cuando se mezclan todos los colores del arcoíris obteniéndose un decepcionante pero tranquilizador marrón caca. Sólo eso y ya está. La vida en una imagen que parece no decir nada aunque puede verse linda.  

No quiero la oscuridad dolorosa ni la abstracción. Es por eso que cuando me acuesto muy cansado me concentro, lanzo un soplo a la oscuridad,  como si fuera un mosquito molestando, y la voy practicando.  

domingo, 18 de enero de 2015

Tres horas de sol y tres de luna


("El sueño" mural en mi cuarto, 2008)

Mi vida anterior al sueño se confunde con lo soñado. No obstante, puedo recordar algo de las horas previas. Era de noche, yo era joven y ella me había sido recomendada por sus artes de curación. Hay veces en que creo entrever la fachada de su casa entre las que pueblan el conurbano bonaerense, pero luego me desengaño, por más que lo intente, no puedo recordar aquel lugar. 

Sé que acudía a ella por un problema persistente, quizás un hecho o una persona. Buscaba la solución. 

La curandera me dijo que el tratamiento consistía en una sesión de sueño, pasada la cual la sanación estaría asegurada. Me previno que dormiría durante tres horas de sol y tres horas de luna para el mundo, pero que ese tiempo sería de setenta veranos y setenta inviernos para mi mente. Pese a ello no vacilé, la intervención debía ser urgente. El problema asfixiaba mi existencia de tal forma, de tal manera, que llegué a rebajarme al trabajo de la superstición. De la solución de aquello pendía mi vida. 

Hoy desperté en una casa que supongo mía y el problema ya no existe. No puedo decir cuánto dormí, el sueño fue tan intenso que olvidé los motivos que me llevaron a él. Con algo de esfuerzo recuerdo mi nombre. Con paciencia recupero algunas palabras: las que designan este país, su idioma, las cosas del cuarto y las partes de mi cuerpo. Estoy tranquilo, pero hay algo que me incomoda. Siento vacío. Es profundo, negro, vasto. Está a mi alrededor, limitándome. 

Con terror ciego descubro que no hay nada antes de aquella tarde, la casa oscura de la curandera, mi consulta y el sueño. No hay nada que pueda conocer de mi vida. De lo que soy o de lo que fui. Con tristeza entiendo que aquel conflicto justificaba mi ser en el mundo. Aquella dificultad era mi vida. No hubiera imaginado nunca que la solución era desaparecer mi memoria y mi existencia previa. Angustiado, busco en vano aquella razón, me esfuerzo por encontrar algún episodio o alguna persona entre los papeles de mi cuarto, entre las fotos del placard. No hay más que oscuridad en mi pasado. No hay nada. Desesperado, corro en busca de alguien que me auxilie. Alguien que me dé la vida con la memoria o con un nuevo problema. 

sábado, 10 de enero de 2015

Prever lo inesperado




Gerardo siempre fue tema de conversación en las reuniones de escuela. Nació con el raro don de pronosticar lo inesperado o, lo que es igual, de ver el futuro.

-¿Y qué será de su vida?- preguntó Sol esa noche.
-Yo lo veo por el barrio, ahora anda en la carnicería, trabaja con el tío.
-Ah, mirá. Todavía me acuerdo cuando canchereaba con los diez que se sacaba. 
-¡¿Cómo no se iba a sacar dieces si sabía lo que le iban a tomar?!- comento yo, que era su ocasional compañero de banco.
-¿Y porqué no le dijiste que venga hoy?
- ¿Ahora resulta que lo  tengo que invitar yo? 

Era cierto que Gerardo resultaba un poco pesado para casi todos. Siempre se jactaba de su preciada habilidad, la cual, por lo que él afirmaba en arranques impuestos de humildad, no podía extenderse mucho más allá de lo inmediato. Me acuerdo que le decíamos que si no le salía era porque le daba paja y le insitíamos para que haga un esfuerzo para que nos diga si ganaba River o Boca el domingo, otra vuelta hasta le ofrecíamos plata si nos decía el año en cada uno de nosotros iba a morir. 

Por un instante nos quedamos callados pensando en él.

-Me acuerdo de una vez- empecé yo que era el único que lo quería un poco- que estábamos en la plaza. "Vos también podés ver el futuro" me dijo "Escribí en una hoja cómo creés que será el casamiento de tu hermana el próximo sábado. Lo leés al día siguiente y acertás en casi todo. Yo hago algo parecido, no funciona en lugares y con personas que no me son familiares. Por ejemplo, conozco ese árbol que ves ahí tanto como los pájaros que viven arriba porque vine a esta plaza mil veces. Ahora está el hijo del almacenero sentado en ese banco de ahí, ¿lo ves?, bueno, ¡cómo no voy a saber que en unos momentos uno de los pájaros lo va a cagar si es tan obvio para mí como debe ser para vos pensar quiénes van a ir al casamiento de tu hermana!". Yo le decía que tan obvio no era. "Es simple suposición", me decía. Yo, claro, giré un poco para confirmar sin sorpresa cómo el pibe puteaba el pájaro que lo había cagado. Suposición no podía ser porque le pegaba siempre. "Bueno, suposición y algo de suerte también" admitía.

-¿Y seguirá adivinando el futuro, che?- preguntó Gustavo con la boca llena de palitos salados
- No creo- adelanta Esteban. -Si no ya lo hubieran llamado de la NASA- se ríe. 
-Creo que perdió el poder un fin de semana que salimos de joda. Con él nos cagábamos de risa aunque al final se ponía denso. En el grupo estaba Ayelén. Un día me dijo que en una noche puntual le corrió la mirada porque previó que se iba a enamorar de ella. Seguro estaba un poco en pedo igual. Desde ahí que se alejó del grupo. Después lo fui a visitar en su casa un par de veces, me aseguró que desde aquella noche que no pudo hacerlo más.
-O no quiso.
-Bueno, capaz que está menos canchero- tiró Carla que un poco gustaba de él.

viernes, 9 de enero de 2015

Noches de vigilia II



Noche V
Diez mensajes de texto, una moto por la vereda, cuarenta y cinco personas por la feria, una barrida, una dormitada y alguna que otra meditación ocuparon mi quinta noche. ¡Ah! y demasiado sueño. En un día de cansancio me toca una tarea fatigosa: barrer los pasillos de la feria, que está tan llena de arena como cualquiera de las calles de la costa, y barrerla resulta una tarea tan imposible como sacarle el polvo a la misma playa.

Por cada colilla de cigarrillo tirada en el piso que junto salen dos de algún lugar. Sin embargo las barro con paciencia y con la ilusión de juntarlas todas en algún momento. La escoba se mueve automáticamente en mi mano, como arrastrada por un sueño. Hay muchas colillas de cigarrillo. Pienso que mañana serán arrojadas otras tantas iguales a éstas en este mismo lugar sin ninguna consideración de mi ignorado trabajo. Sigo barriendo pese a ello. Pienso en todas aquellas personas que hacen un trabajo parecido todos los días. Un trabajo que no termina, que es infinito y a la vez efímero. Toda una vida juntando los papelitos que la gente arroja sin que nadie les dé las gracias. Nada hay nada más noble que el servicio anónimo.

Noche VI
El mar trae temperaturas de otras tierras. Estoy con un buzo y una campera en pleno enero y, sin embargo, tengo mucho frío.

La noche me depara el primer sobresalto. Una persona con evidente sobrepeso camina entre los puestos de la feria deteniéndose en cada uno de ellos. Es un hombre. Me pongo nervioso. Lo veo. Está salido de una historieta. Pelo rubio y largo hasta el hombro, carga con tres mochilas algo deterioradas, dos atrás y una adelante, ropa de playa evidentemente sucia y una especie de bastón. Éste último detalle hizo que imaginara que venía de muy lejos. En cada puesto se tiraba panza abajo y husmeaba con detenimiento. Algo le tenía que decir.

-No te preocupes que ya me fijé y no hay nada- Le inventé.

-¡Jajaja! Algo voy a encontrar, vas a ver…

Esa risita maligna lanzada como respuesta me perturbó. Imaginé que estaba en problemas, que el gordo iba a empezar a romper todo o algo parecido. No parecía con ganas de irse y seguía buscando algo. Recordé aquellas leyendas que circulan en la costa acerca de vagos que viven de lo que encuentran, que rescatan los olvidos de la clase turista. De inmediato lo supuse de tal pandilla. Asomándome a la calle me aseguré de que estuviera la luz del patrullero en la entrada del muelle. Estaba por advertirle que podía llamar a la policía. Obviamente no fue necesario. Al igual que muchos de nuestros problemas, se acomodó las pertenencias, se sacudió la panza y se fue por su cuenta.

Noche VII
Hace ya doce horas que me encuentro trabajando. Nada pasa en una feria vacía a las seis de la mañana.

Tener sueño está mal dicho. Yo me dejo tener a cambio de la liberación propuesta por su vuelo que detiene el cuerpo. Un vuelo a la imaginación y un descanso a los músculos, no se puede imaginar nada más hermoso.

Pero despierto en ocasiones. Incómodo. Pienso que pasaron diez días desde la última noche y no quedan muchas más. Me iré de Santa Teresita antes de lo previsto.

Nunca en mi vida tuve tantos deseos de cerrar los ojos. Tantos. Literalmente me pesan los párpados. Se me pegan entre ellos y despegarlos es como hacer una flexión de brazos.

No pretendan mucho de este texto.

Noche VIII
A veces se me ocurre que quiero ser un viejo en una vereda. Bien sentado, tomando mate y esperando cómodo la muerte. No creo que esos viejos sean muy respetables pero sí que su actitud es digna de considerar, dejarán el mundo sin variar mucho de forma ni de condición y, por ende, sin sufrir mucho. Casi que disfrutan de la paz de la muerte con algún que otro placer mundano que la vitalidad otorga. Muertos en vida.
Esta última noche la pasé como un viejo sentado en la vereda. Como si estuviera un poco muerto, entre el sueño y la vigilia, con la mente en blanco. Me aseguraba de respirar y de sorber mi taza caliente. Hoy fue sin duda, la mejor noche. Las mejores noches son las que pasan desapercibidas. Y con viento calmo.

Y será la última. Me vuelvo a casa. A dormir. Y de nuevo a la vida.  

Noches de vigilia I


Noche I
Fabio se quedó hasta las tres de la mañana contándome lo poco que hay que hacer. No paraba más de hablar, nunca me explicaron tanto algo tan sencillo. Hay que estar, solo eso. Estar. 

Desde que él se fue estoy efectivamente solo entre setenta y seis puestos de feria vacíos y oscuros. Tengo que vigilarlos. Miro a derecha y a izquierda sin saber bien de qué se trata todo. Desconfío menos de los jóvenes borrachos que de la inmensa facilidad del trabajo. “Vos tenés que fijarte más que nada que no tengan sexo en los puestos y que no los meen, la verdad es que no pasa nada más. De vez en cuando algún que otro borracho que busca su cama, pero nada más” me dijo Fabio. Siempre había pensado que los trabajos son porque alguien los necesita, Fabio me enseñó que nada que ver. Él no dice que no pasa nada porque el trabajo le conviene. “Y sí, claro” le respondí siempre tan condescendiente. La miseria del hombre es mucha.

Las horas pasan.  El trabajo  resultaba demasiado fácil para alguien tan honesto como yo, "si van a pagarme por esto aunque sea voy a sentir miedo" me dije. ¡Y vaya que lo sentí!. El lugar era tétrico y el sobresalto se volvió permanente. Creí que no me iba a acostumbrar  nunca al ruidito perturbador de los papeles que caminan por el piso sin pensar que son drogados que vienen a saquear la instalación eléctrica. Tampoco podía dejar de observar el golpeteo continuo de una lona que reviste el puesto de enfrente sin imaginar que es un ebrio irrumpiendo violentamente en el lugar. 

Pero nada real sucede. Es una feria fantasma. El sol asoma a eso de las cinco menos algo. La penumbra se desvanece y se lleva mis sugestiones. Con la luz se me ocurre que nunca va a pasar nada en esta feria. En las seis horas de mi primer noche sólo tuve que espantar a una pareja que estaba apretando. Siento vergüenza de ser un botón. Hasta ahora este trabajo consiste en el ridículo de espantar enamorados. Menos mal que Fabio no sabe que soy uno más entre ellos.

Noche II
Mi novia me manda mensajes. Se los contesto más por aburrimiento que por amor: si lo complejo del amor y la relación de pareja se limita a mandarse mensajes de texto, no quiero estar enamorado. Prefiero la ilusión de un amor lejano e incomunicado. Me la banco, sería un Quijote y ella Dulcinea. Pero todo no se puede.

En el apuro de salir de un trabajo y entrar al otro no me pude hacer mate cocido. Tampoco traje galletas. Hace diez horas que trabajo y catorce que no pruebo bocado, tengo mucha hambre. El viento me hace dar frío. Para colmo, mi novia me cuenta que Julián fue a su casa a estudiar. Hoy, a los veinte años, siento celos por primera vez en mi vida. Y me avergüenza bastante.

Qué noche de mierda. 

Todo por culpa del celular. Estoy a punto de tirarlo al mar, pero lo necesito. Mejor no. No sé qué sentir ni qué hacer. Soy un sereno muy poco sereno. Incluso pateo la arena que se junta atrás del puesto. Patear un cúmulo de arena, he ahí mi vida. Soy un histérico.

Noche III
Todo verdadero guardián cuenta siempre con su arma, la mía es una flamante linterna. Eso lo vuelve todo más tranquilo. Los conflictos ya no existen. Si nada pasa en esta feria desolada, si nadie se roba nada, si nadie rompe nada, es porque la gente es buena y nada malo pasa en el mundo.

No tengo crédito, por lo que el celular y el amor no me preocupan mucho.

Amanece y un viejo con cara de simpático me saca charla. Por la situación en la que me encuentro desconfío de todo. Lo escucho y le hablo con una voz de hombre que no tengo. Por algún motivo se veía interesado a inclinar el diálogo hacia el sexo. A veces olvido el motivo natural que inclina a todas las personas a hablar de sexo. La situación me incomodó pero justificaba una noche aburrida. Por fin algo. Es un señor de cincuenta más o menos, la libido se le nota en la boca, tiene un balde y una caña en la izquierda. Me habla de muchachas y le sigo el hilo de la charla.

-El verano está lindo para conseguirse alguna, ¿no?- le pregunto vulgarmente. 

-Y sí, como verás a mí me gusta salir de pesca- me contesta riéndose y mostrándome la caña que sostenía en la mano.

Que comparación tan obvia.  

Noche IV
El sueño es tanto que los pensamientos me pasan de lejos. Me mantengo a la espera de la luz. Cuando la considero suficiente, a eso de las cinco y media, saco una hoja y una lapicera para poder escribir. Escribo algunas líneas.

Toda una noche conmigo mismo, sin poder hacer nada útil. Quisiera poder leer pero la luz de la calle llega débil. Estoy mintiendo, quisiera poder leer pero el sueño es mucho. En mi mochila, entonces, no hay ningún libro, sólo un termo, una taza y galletitas. Lamento no tener un celular con música, un mp3 o algo parecido. A veces pienso en cosas, pero hasta las ocho de la mañana son seis horas y no puedo recorrer por tanto tiempo las oscuridades de mi cabeza. Ya suficiente noche hay fuera de ella. Y me da paja. Alterno algún que otro pensamiento inútil con la facilidad de la sensación: en el puesto de enfrente el viento golpea acompasadamente la lona; escucho la música pasajera que sale de un auto a todo volumen mientras el olor a mar se adelanta entre los arbustos; veo el envoltorio de un alfajor dando tumbos por el piso; mojo las galletitas de agua que me robo del restaurante en el mate cocido y me las como.