martes, 31 de mayo de 2016

Crónicas de un verano bizarro. Episodio II



La magia de no planificar nada

Cuando somos chicos anhelamos un mundo de magia. Sólo un poco. Nos preguntamos, inocentes, por qué nada de las películas y los dibujos ocurre en el mundo de todos los días. Observamos que nuestras mascotas no hablan como debieran, del sachet de leche no emerge ningún genio, nos levantamos siempre con el mismo color de pelo, que si se cae el gatito a la pile se muere, que si te tirás desde muy alto te lastimás, que no podés pasar al cuarto de tu hermano porque no sos invisible, tus viejos no son robots y la carta de bienvenida a Hogwarts no te llegó. 

Madurar no es más que olvidarse de todo eso. Por algún motivo, el tiempo termina por convencerte de que las fantasías son boludeces. Sin embargo, si observamos el mundo detenidamente, podemos ver la magia escondida en algunas cosas. Sólo hay que prestarles atención. Se pude ver en el crecimiento de las plantas, por ejemplo, o en el arte o también la música.  

Y si observamos mejor, con más detenimiento, se ve magia en las cosas inesperadas. Esas eventualidades que te sacan por un momento del mundo, de la rutina, de lo cotidiano y del pensamiento.

En estas vacaciones no hubo nada planificado. La bicicleteada la decidimos con un mes de anterioridad como mucho. Una vez en la costa el único plan era improvisar.  No tenía idea dónde iba a parar. No tenía idea de qué iba a trabajar.

En cuanto llegamos con Andy a Santa Teresita, me pegué la ducha más deseada de mi vida en casa de Mario, nuestro papá adoptivo. Él, a su vez, estaba alquilando en casa de otros artesanos y allá pasamos los primeros tres días. Era lunes, Andrey partió a Gesell donde lo esperaba su novia y yo me quedé en búsqueda de algún lugar donde dormir sin molestar. Pese a toda la buena onda de los artesanos, era evidente que en su casa había demasiada gente.

Fue Mario quién me consiguió un lugar techado: el depósito de la feria. Gracias Mario. Ahí nomás fui a contactarme con quién les alquilaba el lugar a los artesanos como depósito. Después de dos horas y media golpeando la puerta de un pool con pinta de vender merca, alguien que sale del bar de enfrente se acerca y me habla. Soy casi un mendigo en busca de techo y trabajo, le explico tranquilo. Él me dice que el depósito es el bar, y me hace pasar. Está oscuro, hay olor a ratas, a sexo, a arena, a noche, a vencido. El tipo me dice que en el lugar no hay luz, no hay agua caliente y no hay gas. Pero me gusta, cualquier cosa es mejor que la banquina de la ruta.  

La noche del martes 5 de enero, sin que me importara nada, tiré la bolsa de dormir en medio de lo que antes era la pizzería-bar-rock Chamacos, ubicada casi en la esquina de las calles 39 y  2 de Santa Teresita. El lugar era lúgubre. Había mucho ruido porque a metros estaba la peatonal. Tenía al lado una vela que iluminaba decenas de cajas y bolsas negras que eran la mercadería de los feriantes. Acostado en las baldosas frías, miraba el techo de madera.

Nadie en medio de un bar abandonado. 

En el instante de confusión que tenemos siempre antes del sueño absoluto, perdí un poco la noción del presente. No entendí qué hacía ahí, no supe cómo había llegado, no sabía qué clase de antro era ése, por qué el piso estaba tan frío y por qué tenía la sospecha de que  había ratas en ese lugar; pero también sentí una tranquila felicidad, una vaga sensación de satisfacción que contrarrestaba tanta incomodidad, sentí que estaba donde quería, donde nunca imaginé que iba a estar, en el lugar que nunca en mi sano juicio (en mi juicio cotidiano) habría elegido para dormir. 

En el umbral del sueño sentí que en todo eso, tan inesperado, tan cualquiera, había un poco de magia. La magia que después de la rutina de los años, después de tantas planificadas desilusiones, me había ganado.   

domingo, 8 de mayo de 2016

Crónicas de un verano bizarro. Episodio I




A la costa en bici
El calor de las 23 horas del 31 de diciembre nos sorprendió a Andrey y a mí en un costado de la ruta 11, con mucho sueño después de habernos comido todo lo que teníamos: una lata de garbanzos, medio kilo de pan con queso untable y un tomate. Era fin de año y habían pasado tres días calurosos y transpirados desde el último baño, tres noches durmiendo sobre el pasto y cuatro mediodías almorzando pepas terepín. Esa noche tan especial para todos no era para nosotros muy diferente a las últimas. Decidimos no terminar el año con esa costumbre popularizada de comer hasta el hartazgo, por el contrario, creímos que la austeridad de un poco de pan con queso llenaría muy bien nuestros corazones (no tanto nuestros estómagos). Todo estaba calculado, cualquier lujo gastronómico significaba más peso en la bicicleta, y la prioridad era economizar energías.

-Concha de tu madre, Andrey, ahora estaría con mis viejos cenando un matambre con cinco ensaladas diferentes si no hubiera tenido la mala leche de conocerte.

-Encima alto olor a huevo tenés.

-Nada de esto hubiera pasado si a mi viejo no se le hubiera ocurrido cambiarme al enam. ¿No quedaba más cerca Santa Teresita?

Estábamos tan cansados que la conversación no tenía ningún hilo conductor. Se nos había ocurrido ir a la costa en bicicleta porque, como buenos jóvenes de clase media, no sabíamos qué hacer con nuestro tiempo libre. Pero ninguno de los dos estaba realmente arrepentido. Por mi parte, había cumplido uno de mis deseos más extravagantes: pasar fin de año en medio de la nada.

Este 31 de diciembre fue para nosotros el más silencioso que puedan imaginarse y la escena fue mucho más memorable que cualquier reunión familiar. 

Algunas luces de algunos autos apurados interrumpen la oscuridad iluminando de costado la lata de garbanzos. Ninguna pirotecnia suena más fuerte que el canto acompasado de los grillos. No hay brindis, felicidad impuesta, saludos automatizados, perros aturdidos, olor a pólvora, ni rituales sin sentido. Ninguna coca-cola se vuelca sobre el mantel. Ningún globo cae incendiado. Ningún familiar borracho irrumpe el silencio con su vozarrón de vino. En vez de bocinazos escuchamos algunos ladridos lejanos. En vez de un arbolito de plástico lleno de luces artificiales, tenemos algunos eucaliptos iluminados tímidamente por la luna. En vez de una mesa larga llena de platos está el pasto y contamos con nuestras manos que, por cierto, no me las lavé para comer. Y entre nosotros el aire está quieto. Muy quieto. Veo que Andrey mira para arriba. Veo para arriba. Y descubro una tranquila sorpresa: en aquella noche tan poco especial para nosotros el cielo se descorchaba en mil estrellas.


El principio fundamental de la amistad
La moraleja de esta fábula va al principio y es la siguiente: es mejor vivir una vida memorable aunque conlleve una mayor cercanía con la muerte que una vida segura pero que garantice lamentaciones y frustraciones arrastradas a lo largo de ocho o nueve décadas.

Con ese deseo encaramos un viaje a la costa con dos bicicletas cualquiera, mal preparados y yo todavía rehabilitando una rodilla operada. Incontables micros nos pasaron más fino que peine de piojos, casi muero por agotamiento general, nos paró gendarmería en medio de la nada, dormimos a la vera de la ruta en tres ocasiones y a Andrey se contagió un sarpullido zarpado. Pero qué barato salieron esas risas, esos pueblitos perdidos en Buenos Aires, y un viaje del que no me voy a olvidar nunca en la vida. 

Salimos el domingo 28 de diciembre de Banfield, subimos las bicis al tren que va a Gutiérrez y de ahí a la casa de Silvia, mi tía genia. Partimos el lunes bien temprano de La Plata hasta Atalaya (el pueblo no el parador) donde acampamos, fue el único día que hicimos todo sobre asfalto. El martes paramos en Punta Indio, en el único lugar donde pudimos darnos una ducha con agua salada y fría luego de un trayecto todo de ripio. El miércoles paramos en Cerro de la Gloria, que es un pueblo de dos cuadras (les juro que dos cuadras) en medio de la ruta y porque nos paró la policía. Como ya era 30 había demasiado tráfico y, además, nos recordaron que está prohibida la tracción a sangre en rutas provinciales y nacionales. Pequeño detalle. En aquel lugar, una jauría de perros nos robó el pan que teníamos y Andrey descubrió que tenía el cuerpo lleno de manchas. También tuvimos una fuerte discusión: él me dijo que con la ruta así llena de autos no daba viajar y yo me puse del orto, iba a estar igual hasta la semana que viene porque el jueves era 31 y después se venía el finde. Perdón, Andrey, pero no voy a aguantar una semana sin bañarme, no soy tan hippie, fue mi planteo. Llegamos a un consenso que daba por tierra con mi esperanza de ducharme antes del sábado: esperaríamos a que baje un poco el tráfico y luego iríamos todo por la banquina. El jueves 30 fue muy tranquilo, a un costado de la ruta y tendidos en una cama paraguaya calculábamos la cantidad de vehículos que pasaban en la ruta por minuto. El promedio era de seis, cuando bajara a cuatro o tres partiríamos de Cerro de la Gloria. Eso no sucedió sino hasta la seis de la tarde. En fin de año y año nuevo dormimos en la ruta y todo el jueves y el viernes anduvimos a paso de hombre por la banquina con un pasto que nos llegaba hasta la rodilla. No era por exagerar nuestra heroicidad, realmente no se podía subir al asfalto: la ruta era una cola interminable de autos y micros. De hecho, no hubo ninguna heroicidad en la travesía: recorrimos en seis días un trayecto que se puede hacer en dos y no salvamos a ningún niño de ningún accidente. Lo curioso del caso es que casi no anduvimos por asfalto, hicimos ripio, pasto y el sábado ¡arena!. Sí, arena, porque antes de llegar a San Clemente tomamos un atajo que salía a Santa Teresita, era todo de arena (tierra supuestamente) y fue el último tramo antes de la ansiada ducha.

A grandes rasgos ese fue el viaje. Hay cosas que es inútil tratar de contarlas porque las palabras resultan deficientes para retratar las sensaciones que sentí durante la travesía. Con palabras no se puede trasmitir el cansancio, con palabras no se puede trasmitir la frustración, porque decir "sentía el frío" no es sentir el frío, porque decir "me reventaba la cabeza" no es que te reviente la cabeza y porque leer una descripción perfecta de un hermoso amanecer en poco se parece a la sensación (inexpresable por tanto) de estar viendo efectivamente el amanecer.

No obstante, la última parte, la parte de la llegada, sí vale la pena contarla. Cuando se terminó la arena nos separaban unos pocos kilómetros de la entrada a Santa Teresita. El cansancio no podría describirlo sino por sus síntomas: nuestros ojos se entrecerraban, si bajábamos de la bicicleta nuestra piernas temblaban, ya no hablábamos y nuestras manos estaban totalmente dormidas de tanto sostener el manubrio. 

Lo curioso era que el último kilómetro estaba señalizado. 1 km, 900 mts, 800 mts, 700 mts y así. Como soy competitivo aún en tal estado de cansancio, en cuanto advierto eso no tengo mejor idea que emprender una carrera silenciosa por llegar a la meta. 

Por tanto, empecé a acelerar lentamente hacia los 0 km. Si lo hice es porque sé que Andrey es más rápido que yo. Sabía muy bien que por más esfuerzo que hiciera no hubiera podido superarlo. El desafío tenía, entonces, más valor inclusive. No tiene ningún sentido jugar a algo en que sabés que vas a ganar. Tiene gracia en el caso de que el ganador sea una incógnita o, mejor aún, cuando el reto está perdido de antemano y, a lo sumo, ofrece la gloria de una victoria imposible. Mi carrera con Andrey era de la última opción.

Él entendió todo en seguida y aceptó el desafío en silencio. El kilometraje estaba marcado en el asfalto con pintura desgastada. 

Por primera vez en todo el viaje pongo el cambio más rápido: el plato más grande en el piñón más pequeño. Un poco de existencia se me iba en cada pedaleada, pero obviamente Andy toma la delantera. Pasamos los 500 metros y él me saca unos metros de ventaja. Su victoria resulta obvia y la mía, imposible. Es el momento en que Andrey comienza a bajar la velocidad. La marca de los 0 km ya se divisa y el forro de mi amigo empieza a regular. Yo entreveo la situación en un estado de semidesmayo, de confusión, calor, agotamiento mental y físico absoluto. Pero es claro que me está midiendo. 

La marca de los 0 kilómetros de la ruta vieja la pasa mi bicicleta y la de Andrey en el mismo instante. No puede ser tan hijo de mil. Logró lo que quería y si hubiera tenido una pizca de aliento se lo hubiera reprochado con exageración y malhumor. Hoy le agradezco infinitamente que me haya recordado el principio fundamental de la amistad: llegar en el mismo momento al mismo lugar.