Una rata, un entrepiso
y una hamaca paraguaya
“No, boluda, me jodés que eso eso está ahí. Es un conejo eso. Me jodés que hoy dormí acá con eso al lado. Dale, no
puede ser...” Estuve así quince minutos mientras Ludmila se cagaba de risa de mi espanto.
Esa rata realmente parecía un conejo. La encontramos a metros de donde había
dormido la noche anterior. Era el segundo día en lo que era el bar Chamacos, ese
lugar que fue, durante dos meses, como
una gran habitación para nosotros.
A Lumi la conocí hace cuatro años en la costa porque la madre,
Alicia, trabajaba en la feria de la costanera y alquilaba con nosotros. Un
día, me dijo que ella es gris y que en su vida siempre tendió a ser
como un día nostálgico y nublado. Creo que un poco se quiso hacer la poeta,
pero doy fe que hay algo de verdad en esas palabras. Por mi parte puedo decir
que tiene una excelente virtud: trata a los demás como le gustaría que la traten a ella, por eso, no molesta para nada. A mí me hace acordar un poco a un primo mío: saben portar impertérritos una concentrada, bellísima y
trabajada cara de orto. Sus miradas parecen como las de un prócer en un
billete. Si les decís algo te observan siempre desde arriba, con soberbia
élfica.
Ese día, Lumi se sumaba a la proeza de subsistir sin agua
caliente, gas ni electricidad casi todo el verano. Y claro, ese día tocaba limpiar. El
piso tenía medio centímetro de una amalgama de arena y excremento de rata. El
bar tenía dos entrepisos de madera, uno en el que decidí dormir yo y otro que sería
la habitación de Ludmila, ambos repletos de polvo, tablas pesadas que imagino
conformaban la barra y decenas de cables enmarañados. Subíamos con una escalera
precaria que tuvimos que atar con cables a una de las columnas de madera que
dividía un entrepiso de otro. Dejar todo medianamente habitable nos llevó el día entero.
- Che, mirá si todo este trabajo es al pedo-
-¿Te imaginás? Y podría ser, porque esto es bastante turbio. El tipo
del pool de enfrente no parece confiable y para mí nos raja cuando quiere.
-Ese gordo alta pinta de merquero tiene.
-Che, ¿y qué hacemos con la rata? Yo no la toco ni por guita.
-Dejala ahí. Le quiero sacar
unas fotos.
-Sos un asco.
-He visto cosas más asquerosas.
Seguimos charlando incoherencias hasta que se hicieron las
seis de la tarde y ella se fue a la feria mientras yo
recordé que tenía que comenzar a buscar trabajo.
Pero ese día no tenía ganas. En verdad no tenía ganas de nada.
Todavía estaba sumido en un cansancio general. Me puse a colgar la hamaca
paraguaya que había llevado y que entraba justa debajo del entrepiso donde me
tocaba dormir.
Una hamaca paraguaya debajo de un entrepiso en un bar abandonado
del centro de Santa Teresita, sin luz ni gas y entre toda la mercadería de los artesanos que guardaban sus cosas ahí. El cuadro era pintoresco.
Me tiré un rato en la hamaca y me dispuse a realizar lo mejor que
sé hacer: sumergirme en la mera contemplación de las paredes.
Se hizo de noche y me dieron ganas de pasar un rato por la feria. Estaba tranquilo, ya teníamos un lugar techado para dormir exageradamente barato. Ya está, pensé. Creí que lo peor de estas vacaciones había pasado: había llegado en bici a la costa y había conseguido un lugar para dormir. Qué equivocado estaba.
Se hizo de noche y me dieron ganas de pasar un rato por la feria. Estaba tranquilo, ya teníamos un lugar techado para dormir exageradamente barato. Ya está, pensé. Creí que lo peor de estas vacaciones había pasado: había llegado en bici a la costa y había conseguido un lugar para dormir. Qué equivocado estaba.