domingo, 21 de agosto de 2016

Existencia contrafáctica



La historia contrafáctica está de moda. También está de moda la existencia contrafáctica. La primera propone una reconstrucción histórica a partir de imaginar qué hubiera pasado si tal hecho histórico hubiera sucedido de otra manera. La segunda es un desprendimiento informal de la filosofía, practicada por aquellas personas que durante las horas de insomnio imaginan qué vida tendrían si algún episodio de su existencia hubiera transcurrido de diferente manera. Los más obsesivos llevan la existencia contrafáctica a extremos sorprendentes, imaginando qué hubiera pasado si el día en que murió el abuelo hubieran decidido colocarse las medias rojas en lugar de las azules. En general, esta disciplina se ejercita en relación a hechos algo más relevantes y ante el inconformismo de un presente poco prometedor. Si el que practica esta filosofía es desdichado, la misma puede resultar un triste consuelo. Si aquella persona, por el contrario, es afortunada, tal ejercicio no tiene ningún sentido.

La historia contrafáctica, por su parte, jamás tiene sentido. Sólo cabe pensarse que el historiador que se propone componer algo tan ridículo, entendió que en realidad la historia no es más que un modo posterior e impreciso de la literatura, y como no quiere dejar de ser llamado historiador por miedo a perder el empaque de seriedad y cientificidad, incurre en esta tímida forma de dar vuelo a su imaginación. Encuentro en esta nueva corriente de hacer historia un tibio deseo de justificar o rechazar el curso efectivo de los acontecimientos. A partir de un supuesto método riguroso, el historiador arrepentido de su condición encubre la fantasía tendenciosa que entreteje. Fantasía que, a menos que se descubra como verdadera literatura, dificíl resulta encontrarle algún valor.

Ante todo, hay que entender que detrás de la historia contrafáctica y de la existencia contrafáctica hay un grado insano de frustración y, por sobre todo, de negatividad.   

Como no quiero caer en el mal juego de criticar sin proponer, seré propositivo con respecto a esto. Propongo que aquellos historiadores cansados de la investigación y con ganas de imaginar otros mundos salgan de la ucronía y piensen en la utopía. De esta manera, dejarán de preguntarse “¿qué hubiera pasado si…?” y pasarán a cuestionarse “¿Qué pasará si hoy…?”. Este pequeño paso significaría un cambio radical porque aquellos historiadores descubrirán el valor del compromiso frente a la mera contemplación, pasarán de la negación a la propuesta y del encubrimiento al descubrimiento.

Por otra parte, a quienes sean usuarios de la existencia contrafáctica, puede resultarles un poco más positivo dedicar las horas de insomnio no ya a imaginar cambios en el pasado sino a pensar en los cambios de mañana a partir de modificaciones en el presente. Este giro obliga a uno a revisar las propias prácticas cotidianas de existencia y provoca un compromiso con el día a día. Si sos un desdichado, dejarás de consolarte con imaginar una existencia pasada imposible y pasarás a reanimarte pensando en una existencia futura menos imposible y más producible. Pueden probarlo, a mi me resultó. 

miércoles, 17 de agosto de 2016

Crónicas de un verano bizarro. Episodio VI



Entretanto... en Chamacos
A los cinco días de estar durmiendo en los entrepisos de madera de Chamacos, Rosa, una feriante de Santa Teresita quiso sumarse a nuestra contractura. No tenía lugar para dormir aparte del auto y no podía pagar un alquiler turístico, obvio. No la conocíamos pero no podíamos negarle la hopitalidad de un lugar a cincuenta pesos el día.

Mirá que no hay una mierda, ni luz, ni agua caliente (la fría anda con poca presión) y tampoco tenemos gas. Le advertí con sinceridad. No importa querido, ¿sabés los lugares en los que he vivido? No, no tengo idea y tampoco quiero saberlo, Rosa. Solamente quiero un techo y un lugar para trabajar tranquila. ¡No se diga más, bienvenida entonces!

Rosa hace unos duendes que me dan miedo. Que dan miedo. En la feria hay mínimo cuatro artesanos que hacen duendes y en mi puta vida he visto un duende colgado en ningún lado de ninguna casa de nadie que haya conocido. 

¿Quién mierda compra estos duendes, Rosa? Mucha gente, querido, hay gente que ama los duendes, se vuelve loca cuando ve los míos, que son los mejores. Es verdad, los suyos estaban zarpados. Pero no podía creer que hubiera gente que amara esos mostruitos deformes, sospeché que debería tratase de una extraña parafilia. 

Y decime Rosa, detrás de todo eso de los duendes hay algo raro, ¿no? ¿Raro cómo? Raro, Rosa, no sé, vos les metés algún gualicho medio misterioso ¿no?, te pregunto en serio, decime la verdad. Dale, sos un boludo pibe, me dice confianzuda. Yo los hago porque me gusta hacerlos, porque me gusta trabajar con los diferentes materiales, porque para mí es un oficio. Así me explicaba mientras yo la miraba con desconfianza.

Y no era para menos. 

Ahí donde alquilábamos también guardaban todas sus cosas los artesanos de la feria, por lo que la entrada de Chamacos estaba llena de bártulos oscuros, carritos y cajas. Entre todas esas cosas había un duende que tenía mi altura y hasta mi peso, era gigante, con la barba bien tupida, la mirada reconcentrada sobre unos pómulos puntiagudos y bajo unas cejas exageradas. Rosa casi nunca llevaba aquel duendón a la feria porque era demasiado grande y no lo tenía a la venta. 

Durante los casi dos meses que estuve en aquel lugar, siempre que entraba de noche lo primero que me aparecía era eso. Aquello. Un duende gigante tirado en la oscuridad, que miraba la negrura sin pestañear. No podía evitar las ideas perturabdoras que pensamos todos cuando vemos algo sospechoso en la oscuridad. Sucede que en general, nos percatamos luego de que todo es una fantasía, y que eso que vimos no es más que una sombra, un gato o el viento. En este caso el consuelo era imposible. Tenía que avanzar hacia el duende y pasar por sus narices, mientras él permanecía sonriendo como faltándome el respeto, en su pose tan relajadamente sospechosa, mirándome con sus ojitos inofensivamente perversos...

El amor en Disneylandia
Mi turno en Crazy terminaba a las seis, un par de horas más y la noche se venía encima, en casa no podía estar si no quería gastarme el sueldo en velas. Por ese motivo me pegaba una ducha rápida, me ponía ropa sin olor a papas fritas y después de una siestita en la cama paraguaya me iba para la feria de la costanera. En la feria trabajaban Ludmila, Mario, Leandro (un amigo que toca la guitarra) y Rosa. No iba sólo a charlar y tomar mates con la gente, además atendía el puesto del Dúo Bustos Raboni mientras ellos tocaban el chelo y la guitarra.

Seguro deben pensar que uh, qué piola trabajar en una feria de la costa, qué copado, qué buena onda. Bueno, vengo a comunicarles que nada que ver. Alta mala onda.

No tienen idea toda la basura que se tiran entre todos. Yo lo podía ver un poco de afuera porque iba de un puesto a otro, escuchando y sacando charla. Fabio (el mismo que me dió empleo en aquellas Noches de vigilia) opina con muchos fundamentos que Eduardo es un puto sometido por las dos artesanas conchudas que tiene al lado, además piensa que Rosa es una boludita egocéntrica. Mario no se banca a Florencia. Florencia es una alchólica que mandó a cagar a Gonzalo, la pareja de Ludmila, así de la nada, mientras yo charlaba tranquilamente con él. Rosa está del orto con la mitad de la feria porque el año pasado hubo un problema con las llaves del depósito. Finalmente, Ludmila odiaba a Rosa porque según ella, la miraba mal cuando pasaba. Y todo eso no era más que la punta del iceberg

Sin duda, lo mejor de la feria y lo más hermoso del día, era cuando Mario y Lean se ponían a tocar. Mi alma descansaba del ruido de la peatonal y de esa cumbia retro colombiana que pasaban las ocho horas en la cocina. Aquella música aberrante en su sentido que hablaba del no te vayas nunca más, sos mía, no te quiero ver al lado de otro, mi vida sin ti es nada, me tienen envidia, mala por tu engaño, etcétera, etcétera. Nunca había tenido el placer de analizar tan en detalle todos esos temas iguales. Una música que descubría un amor tan posesivo que llegaba a extremos realmente violentos, como el de un tipo que había matado a su mujer y le cantaba al abogado con voz de Cacho Castaña que no había sido su culpa, que ella lo había engañado y que el día del asesinato había tomado. Quedé de cara. No podía creer que en la radio pasaran temas así. 

Hay que entender que nadie es nada, que nadie es una cosa, que nadie puede tener a nadie. Que el amor no es tener. Digo entender porque sentir esa idea es mucho más difícil, lo sé. Pero podríamos empezar por evitar componer temas tan de mierda, si ya sabemos que el amor es sentir la belleza que, como dijo alguien, será la única que salvará al mundo. Lo otro, lo otro es Disneylandia.

jueves, 11 de agosto de 2016

Lo que aprendí en un balcón


Dibujo que hice para un texto de mi amigo Martín. La cosa empieza así:

Es 21 de diciembre del 2000 y estoy nervioso. Tengo 16 años y desde hace nueve espero una noche como ésta. No es la fiesta de egresados de mi hermana Gaby lo que me tiene así, si no lo que va a pasar en esa fiesta: estará, invitada por mí, la chica más linda de todos los barrios...

viernes, 5 de agosto de 2016

Crónicas de un verano bizarro. Episodio V




El ojo de Sauron 
Oscuridad.
En la negrura se aspira una luz de fuego y por unos segundos se refleja en los azulejos blancos. Desaparece.
Oscuridad.
La luz se refleja ahora en mis ojos. Ilumina de rojo mi cuerpo sentado en el inodoro. Ilumina mis manos que sostienen medio faso.  
La penumbra se va colmando de humo.
La ovalada luz de fuego que amaga intermitente del extremo del porro se transforma en el ojo de Sauron que resplandece sobre Barad-dûr. Mis ojos contemplan el resplandor con el espanto y la fascinación de un hobbit venido de la comarca, imaginando por un momento el oscuro poder de Mordor.
Estoy fumando por primera vez. Solo. En un baño a oscuras. 
Fumo solo mientras me pregunto cómo es que llegué a esta situación, cómo mi vida de férrea moral cristiana se ha desviado a este estado de ridículo libertinaje. Para saberlo es necesario volver algunas semanas atrás.

La cofradía Crazy
Son las nueve y media del domingo diez de enero. La irritante alarma de mi nokia infopobre hace el intento de despertarme. El gusto a perro que siento cuando me acuerdo de tragar saliva completa la intención de la alarma y finalmente me despierto contracturado por el entrepiso de madera que oficia de colchón.
En media hora, exactamente a las diez, tengo que estar en la cocina de Crazy, el local de comidas en el que me hicieron pelar más de sesenta kilos de papas el día anterior. Me cepillo los dientes con ganas de sacarme el cansancio y escupo el dentífrico con ganas de escupir toda la mugre que tengo de las ocho horas de haber trabajado en Mc Pancho la noche anterior. No hay tiempo ni ganas de un baño con agua fría a esta hora. 
A las diez en punto me cruzo en frente, donde está el local Crazy y su cocina. Ahí me esperan Gastón, el encargado, Alfredito que se ocupa de cortar rabas y ayudar a Cristian, el que maneja la plancha, y Jorgito que se ocupa de meter la pizza y manejar la freidora de rabas. 
Como no podía ser de otra manera mi trabajo es pelar papas, limpiar el piso y ayudar a los que ayudan.
Contra lo que se podría pensar, estar en la escala más baja en la jerarquía de la cocina me hace trabajar con la conciencia tranquila: es obvio que no puedo forrear a nadie. Eso hace mi trabajo un poco más honrado.   
Además trabajar en la cocina me gustaba. Es un laburo cooperativo: no importa quién hace qué cosa, lo importante es que se haga. Por ejemplo, si Alfredito está cortando rabas y tiene que ir a lavar platos porque se le llenó la bacha, yo me pongo a cortar rabas y cuando vuelve sigo con lo mío. Lo importante es cubrir los huecos, al igual que un equipo de vóley. 
Por otra parte, el trabajo en la cocina es absolutamente mecánico, podía pelar papas mientras pensaba en otra cosa. Y, además, no tenía que fingir amabilidad ni acordarme el precio de nada.   
Ese día, domingo, se trabajó un poco menos que el sábado. Hasta corté queso un buen rato y me encargué de la bacha. Casi todo el trabajo era preparar las cosas para la noche, que era el momento en que más gente caía al local. 
Entre comandas, jodas, rabas, papas, milanesas, pizzas, queso, hamburguesas, me sentía cómodo. Los pibes eran una masa. Jorgito me preguntaba en joda si había probado la empanada de chorizo y Alfredito me contaba seriamente que dentro de unos años se quería hacer budista. Durante el año trabajaban de ayudantes de albañil o de lo que venga. En la cocina nos pagaban 25 pesos la hora, en albañilería a veces les pagaban menos, ¡era o volverse buda o chorro, una de dos! Yo lo admiraba, porque paciencia para buda no tengo. Me salva que durante el año tengo la comida que les saco a mis viejos y un laburo con obra social.  
A las seis me largaron y ya estaba decidido: me quedaría trabajando en Crazy.

El manjar de una tribu desconfiada
Una tarde en la cocina, mientras acomodaba las asaderas con prepizzas sobre la mesa, Jorgito me preguntó si fumaba porro. Nunca había fumado en la vida, pero por condescendencia o por fiaca de dar explicaciones, le dije que a veces lo hacía. Claro, no pensé que tenía en mente regalarme uno. En cuanto me lo ofreció no tenía argumentos para rechazarlo.
Me sentí un explorador en medio de una tribu desconocida. Rechazar cualquier ofrecimiento era, como mínimo, ofender sus más ancestrales creencias. Estiré la mano y agarré el medio faso. Lo metí en mi bolsillo. Después te digo qué tal, Jorgito, le dije haciéndome. 
Siempre pensé en quién sería la persona con la que fume por primera vez. Suponía que iba a ser algo especial. Algo único, por lo que tenía que pensar muy bien a quién le concedería el privilegio de verme drogado. Entendí entonces que fumar marihuana es exactamente como tomar mate o tomar cerveza, una excusa de quienes se aburren de hablar sin más. 
Una vez entendido esto supe que tenía que llevar la contra por principio. Llevé la contra veintitrés años rechazando la marihuana y el alcohol, y ahora, si me propongo fumar, debería llevar la contra por lo menos fumando a solas.
Y así fue como me encerré en la oscuridad del baño y prendí el porro. Traté de fumarlo con paciencia, manteniendo profundamente cada aspiración, como dicen que se hace.
No fue la gran cosa. Me hizo dar sueño, nada más. Lo del poder oscuro de Mordor fue más una licencia poética que una descripción rigurosa de mi estado en ese momento. Ni siquiera me dieron ganas de reír, ni nada me daba vueltas, quizás era un porro así nomás, paraguayo, la verdad que no sé.
Alcohol, marihuana, cocaína o un blog de literatura, cada uno hace con el tiempo libre lo que quiere. Obvio.
Pero no puedo no pensar que hay quienes fuman y toman no por tener tiempo libre sino para olvidarse de su condición humana, de su angustia material. Fuman y toman porque saben que no tienen ni tendrán nunca nada más valioso que su fuerza de trabajo. Para esa gente, para el sistema, la droga es funcional, no recreativa. Necesitan tomar alcohol o fumar para poder sostener diez horas de trabajo físico sin sentir el dolor de los músculos, sin sentir el peso de la rutina. No digo esto porque lo supongo, lo vi en personas que trabajaron conmigo en la cocina y en diferentes lugares. No son casos aislados, son un patrón: los placebos corren con más velocidad y revelan su servicio a la clase que domina el capital. Porque cuando no hay más alternativa que un laburo desde abajo, sin proyección, sin crecimiento personal, sin retribución afectiva, sin obra social, sin autonomía, no ves la hora de drogarte, de evadirte, de ponerte bien en pedo y si mañana no me despierto que se vayan todos bien a cagar. Y cuando llego a casa no quiero hacer otra cosa que fumarme lo que haya yo solo hasta no entender nada. No entender nada de toda esa tristeza que me agarra cuando pienso que no tengo nada aparte de este laburo de mierda, que tengo que aguantar así unos seis meses si quiero llegar al celular, que si me enfermo un día la cago mal, que ya estoy medio viejo, que encima tengo que mantener dos wachos que ni siquiera sé abrazar y que para colmo no me alcanza para la birra. Yo necesitaría otra cosa ¿viste? Algo mejor, ¿la revolución, decís? Sí, eso sería lindo, pero no tengo tiempo para eso, tengo que laburar y si llego a conseguir un fasito ya soy feliz.