A veces
decimos que hacemos sin hacer nada con el sólo propósito de parecer que somos
sin ser nadie. Entonces yo. Entonces una selfie
y un posteo. O un estado de facebook.
También cambiar la foto de perfil. Entonces un lifting o filtro de instagram,
da lo mismo. Me hago una cuenta en twitter
y faveo mis sentimientos antes de
sentirlos.
Entonces gritamos un ego que no es más que un andamiaje de cartas
españolas sosteniendo la idea de que soy alguien, de que a alguien le importo,
de que algún día, a pesar de mi poco temperamento más que por falta de talento,
seré famoso.
Trato de engañarme pero no llego demasiado lejos. Enseguida
tropiezo con mi soberbia, con mi envidia, porque aquellos que sostienen sus
proyectos con pilares de madera me amenazan con su indiferencia, me persiguen en sueños y me susurran cosas que me intimidan.
Trato de
engañarme pero no llego demasiado lejos porque en el silencio de la vigilia
descubro un vacío que me pesa desde adentro, veo a mis pasiones de gusano ejercer
presión sobre mi piel que, algún día, estallará en miles de papelitos de
cotillón. Sufriré, como Gregorio Samsa, una
terrible transformación que me convertirá en un insecto, o más
probablemente en un emoticón inamovible, o en un emoji de un pulgar hacia arriba, o un pusheen comiendo de un pote de fideos mientras realizo un
movimiento imperceptible.
Por suerte para nosotros, por suerte para mí y para
vos, es poco probable que el vacío de la insubstancialidad destruya nuestros cuerpos.
No creo realmente que el castillo de cartas
españolas pueda derrumbarse con facilidad.
Por suerte para nosotros, son más las
personas que hacen sin decir nada. Son más las madres que por la mañana
calientan el café sin maquillarse. Son más las personas que piensan más de lo
que dicen, que hacen más de lo que muestran, que viven más de lo que postean,
que sonríen más de lo que megustean. En verdad, no estoy seguro de que sean más,
pero conviene pensarlo así porque son ellos los
que justificarán la existencia de todos nosotros.