Durante el viaje en colectivo, Gerardo entreteje el argumento de
un nuevo texto. La historia transcurre en una época lejana de España. Un hombre,
quizás González quizás Fernández, siendo de la corte del rey de Castilla,
traicionaría la corona uniéndose a los devotos de un nuevo credo. En su nueva
fe, el tal Fernández o González se iniciaría en el ocultismo. Mientras imagina
la naturaleza de artificios clandestinos y rituales arcanos, a Gerardo se le
eriza la piel poco a poco, en su mente vislumbra la historia de un perjuro
descubierto y torturado por la fuerza oscura de la fe cristiana. Su
imaginación es poderosa y contagia su cuerpo de impresiones verdaderas. El tal
Fernández o González huiría de su ciudad; sudoroso por el peligro, tomaría sus
pertenencias más valiosas y, ocultándolas en un hueco, enfrentaría el peligro
de la inquisición.
La luz de mediodía es mucha, el sol me da en la nuca y me hace doler
los pensamientos. A mis ojos, las figuras se vuelven siniestras. Casi me roza la
campera de un pibe y lo miro sin diplomacia. Sus ojos hundidos me revelan la
frecuencia de la cerveza. En su mirada adivino la seguridad de una vida estable,
se refleja en el balbuceo, en el masticar de chicle, en la música chicharra
que se escucha como un rumor que automatiza el pensamiento. Comienzo a olvidar
el hambre que sentía hace unos momentos y no llego a distinguir la altura de la
calle por la que vamos. Los pasajeros no se miran entre ellos, todos se
concentran hacia las ventanas o en su celular. Cabe pensar que ninguno se
conoce, pero ¿eso no es más motivo para tratar de reconocer con la mirada los
rostros circundantes? No, soy el único que lo intenta. Actúan en consonancia,
hacen lo mismo y de la misma manera. Menean sus cabezas. Miran para afuera y
para abajo con movimientos alternados, que se vuelven cíclicos y acompasados. Si desean lo mismo y se mueven de forma
similar no sería descabellado imaginar que actúan en mutuo acuerdo.
Los pasajeros del 540, sin sospecharlo, se convierten en mi pesadilla. A mis ojos, aquellas imágenes despreocupadas comienzan a perturbarme, sus posturas
indiferentes se tornan viciosas, sus miradas anónimas son tóxicas y su silencio
me confirma secretamente que creen en el Dios destructivo de la inquisición. Me
desespero. Los miro a los ojos y ellos no se dan a conocer, se mantienen
reticentes, no confiesan lo que son, fingen que no saben de mi existencia,
fingen desinterés en mi persona. No obstante, sé muy bien que soy el objetivo.
Me remuevo en el asiento, la situación del observado, del perseguido, merece
piedad divina, no este castigo. Busco refugio inútilmente en alguna cara
conocida, en algún gesto de confianza, en alguna casa o negocio que me sean
familiares pero nada de eso aparece en este lugar que se torna más hostil a cada segundo. Todo mi cuerpo es un
torbellino de sensaciones, los pensamientos cada vez más oscuros de mis
hostigadores ejercen una presión física en mi piel. Me mareo mucho, busco en la
mochila las pastillas que mi vieja me da para no marearme en los transportes,
pero en su lugar encuentro la única daga que logré rescatar del hospicio. ¡Quedad
quieto, González Fernández!, me grita el mancebo de campera, a quien presto
oídos con displicencia ¡No hay enemigo de Dios en este carro, aquí es el fin de
vuestro viaje!, dice con fuerza dándose a conocer afecto al rey de Castilla y capturando mi cuerpo ya sin aliento.