domingo, 4 de diciembre de 2022

Más allá de un agujero negro

 


Los años pasan y hasta las estrellas más brillantes terminan por consumirse. Donde hubo luz y calor hay ausencia, un agujero negro nace y el orden que imaginamos sempiterno se altera definitivamente. 

Cuando todo se consumió su cuarto vacío pasó a ser un agujero negro. Durante semanas hubo dos baldosas que no pude pisar: el horizonte de sucesos era de unos cuantos centímetros por fuera de la puerta, siempre cerrada. Más allá de ella, los recuerdos me tiraban como una piedra atada a los tobillos en medio del naufragio. Esa línea infranqueable determinaba la geografía de la casa de una manera poco creíble para cualquiera que no la habitara. La gata lo sabía más que nadie, le extrañaba tanto ver un pedazo de madera donde siempre hubo una luz que invitaba al descanso y al juego.  

Desde el sillón miraba la puerta y después a mí, como preguntando a dónde se había ido mi compañera. Su compañera. Quizás estaría detrás de la puerta si simplemente alguien la abriera. Pero no. Las cosas no eran tan simples: ella se había ido y no volvería. Me di cuenta con los meses que cayeron de la heladera al piso que las cosas habían cambiado: la gata y el frío tomaron la casa. Supe en algún momento en que mi alacena estaba vacía y su pote estaba lleno que Michu era la nueva dueña, y otra realidad cayó como las hojas de sauce que ensucian mi pasillo y tapan las rejillas. Todas las realidades cayeron juntas cuando terminó el otoño.

La gata hizo propios los espacios que fueron abandonados. Reacomodó los sillones con sus uñas. En el jardín se multiplicaban senderos que seguían lógicas incomprensibles. Sus pelos cubrían la alfombra.

Mi cuerpo también era un espacio abandonado. El animal decidía reposar horas enteras sobre mí y yo no era quién para cuestionar las decisiones de un demiurgo peludo que hacía y deshacía mi voluntad. A veces intentaba resistirme, pero no encontraba las riendas de mi vida, la gata las había escondido. Todo escondió. Todo rompió. Era necesario. Esconder lo que no debía mostrarse, romper lo que no servía, comer lo que nutre, habitar los espacios propios.

Un día aprendió a abrir y cerrar puertas y me vi perdido. La fatalidad me cercaba: de alguna manera entendió que yo canalizaba en ella mis relaciones frustradas y comenzó a tratarme con desdén. Me enseñó mis errores. Me reprendía cuando me descubría en el patio, esperando que la puerta se abriera y entrara mi compañera con las compras del día. No veía en mí mejoras y entendió que por mi bien ella debía protegerme de mí mismo, velar mi sueño.

Así fue como una tarde abrió la puerta del agujero negro. Comenzó a acomodar algunas cosas dentro de él, llevó una alfombra verde musgo, puso una almohada en el centro y sacó unas lámparas. No le presté atención sino hasta que una noche me sorprendí al verla dormida en el único hueco libre de la que era mi cama. No había sitio para descansar exceptuando un lugar que Michu me obligaba a recordar: aquel cuarto oscuro. Las primeras noches ignoraba la invitación. Me negaba a entrar y dormía en el piso de la cocina, en el baño, donde fuera. Una noche fría tuve que ceder: el alcohol no calentaba y la incomodidad fue demasiada. 

Crucé el límite.

Una pequeña llama de la vieja estufa a gas se hundía en la negrura del cuarto. Me sumergí en la almohada y el lento cierre de la puerta fue lo último que percibí. Mis párpados se dejaron llevar por el sueño del monóxido y trascendí mi primera existencia. Más allá de lo conocido existe un mundo compuesto de antimateria, dónde la realidad se percibe en sus valores negativos. Vi que toda mi tristeza se trastocó en una surreal felicidad. Un sol negro brillaba en lo alto y la ausencia se convirtió en presencia, el desamor en confianza, la apatía en decisión. Pero lo más importante fue la seguridad de estar en mi colchón mullido, lamiendo mis patas, mientras pensaba si había hecho lo correcto.