sábado, 30 de abril de 2022

Fractales


 

¿Qué es lo más imprevisible que podés hacer en este momento? La pregunta y su respuesta repiten un patrón. Como un deja-vu, pero no. Te das cuenta que la misma pregunta y la misma respuesta se repiten en el tiempo. Como esta vez, hace diez años, en un lugar fuera de casa, en aquella noche de emociones encontradas, necesitás huir, irte hacia cualquier lado, así como estás, descalzo aquella vez, en ojotas hoy; corriendo aquella vez, caminando hoy. Necesitás algo no planeado, alguna acción no sujeta a la fuerza inconsciente de la previsión. 

Salís a medianoche de tu carpa y empezás a subir el cerro más cercano, sacás las manos de los bolsillos de tu campera para sacarle una foto a la última luz en tu camino. Ahora no se ve más que lo que alumbra la luna. Llevás una hora caminando, algunas espinas empiezan a tironearte el buzo, el camino se va cerrando y estar perdido empieza a molestarte. Estás en algún cerro de Tandil y no te interesa volver. En ese momento, en un claro que deja pasar la luna, sentís la presencia del miedo, como alguien a tu lado, tangible. Podés ver su cara de ausencias entre la claridad que araña la noche. 

Estaba ahí, esperándote oscuro y sentado en una gran piedra. "Tanto tiempo, amigo", creés escuchar. 

Todo encuentro ejercita la memoria: recuerdo el verano del 2012, una noche de febrero igual a la de hoy en la que salí corriendo a la playa. Qué importa que sean las dos y media de la mañana de un día de semana. Hay momentos en que es urgente hacer algo sin razón, escaparse de uno, irse corriendo de aquella casa que alquilábamos, de mi vida enferma, hacia cualquier lado, no sé, para chequear que uno no está muerto, que hay vida después de la rutina. Quince cuadras me separaban del agua  y esa noche hacía mucho calor, llegué a un mar sin luna ¿se metieron alguna vez al mar una noche oscura, hasta sentir las olas romper sobre sus cabezas, hasta sentir que la oscuridad se traga el cielo y el mar y sus cuerpos en un solo paisaje de negrura?

Ahí lo conocí al miedo, lo sentí antes y después, pero ésa fue la primera y única vez que hablamos, hasta hoy. Parece ser que en ocasiones el miedo sale de uno, se materializa en una presencia familiarmente extraña, absolutamente reconocible. No es fácil el diálogo aunque sus pocas palabras resultan, contrariamente a lo que se podría pensar, tranquilizadoras. Todo fondo es tranquilizador, todo fondo es el fondo del mar. 

Hoy vuelvo a ver al miedo y, como aquella vez, me redime. Siento el alivio de haber llegado a su fondo y saber que se termina ahí. Porque el peor miedo siempre es una sombra que ladra y que en seguida se topa con el vacío de la mente. Hoy, como hace diez años, el encuentro se repite y no puedo evitar hacer comparaciones y descubrir similitudes. 

“Me alegra volverte a ver, querido. Aquella vez había sido la oscuridad, hoy te preocupa la soledad. Realmente me sorprendió ver que estar solo te condujo hacia mí. Aquella vez fue un poco más fácil, cuanto más jóvenes las personas desaprenden con más sencillez. Las similitudes que encontrás son correctas. Existen patrones que estructuran la naturaleza, aquellos que se ven en las flores, las hojas de nuevos brotes, el movimiento de los astros o los cristales de agua, estas ecuaciones rigen también el tiempo. Tu circunstancia actual es muestra de esto, fractales temporales existen a distintas escalas: geológicas, históricas o dentro de la propia vida humana. Es así como cada cierto período circunstancias análogas parecen converger en un un nuevo, pero viejo, momento vivido. Las mismas emociones, los mismos pensamientos y actos se repiten en una estructura casi geométrica. El tiempo, en su inmaterialidad, forma una dimensión aún desconocida, una dimensión que puede verse en su substancialidad sólo por fuera de él. Es entonces que se pueden ver los dibujos de cada una de las vidas como bellas estampitas coleccionables.”

Pensás que tu vida se vería como un espiral o, mejor, como una planta de brotes concéntricos vista de arriba. 

lunes, 11 de abril de 2022

Antítesis

 


Me pareció raro encontrar ese libro en el desorden de la biblioteca de mi viejo, la tapa manejaba la estética de un best seller de autoayuda: el nombre del autor más grande que el título y el fondo era un cielo celeste adornado de nubes. Estaba, como la mayoría de los libros del estante más bajo de la biblioteca, enteramente carcomido por la humedad. Lo puse en la pila de libros para descartar.

Cada tanto me tomaba una pausa, ordenar esa biblioteca no era fácil. Mientras, chusmeaba los segregados, los abría, más por compasión que por curiosidad, y les decía chau leyendo dos o tres líneas. Además, confirmaba que realmente servirían más como papel higiénico o cartón. Retomé el de tapa celeste con nubes que me había llamado la atención, desentonaba con el resto.

"El amor es de esas palabras que conllevan un bagaje sociocultural imposible de sustraer al uso linguístico de la palabra", fue una de las frases que remarqué de un capítulo que mencionaba a diversos psicoanalistas y semiólogos que no conocía. El autor, de apellido indio, remarcaba que las palabras no pueden definirse herméticamente y relegaba al diccionario a un rincón de inútil fetichismo linguístico que nada tiene que ver con el fenómeno real y social que es el verdadero lenguaje.

El libro hablaba del amor cortés. Por lo que el moho me dejó entender, el autor hacía un análisis del uso de la palabra amor en la cultura occidental, del nacimiento del amor medieval como eje moral de la caballería y de las distintas acepciones que de la palabra se desprenden desde la lectura de la santa palabra.

En algunos pasajes mencionaba algunos ejemplos curiosos de cómo conceptos abstractos tales como la fe, el amor o el sexo se definen en una dialéctica particular existente entre el pensamiento mítico religioso donde el sexo es elidido y las bajas pasiones reinantes en el mundo. Menciona a Santa Inés, virgen romana, quién sufrió el martirio durante la persecución de Diocleciano y fue juzgada y sentenciada a vivir en un prostíbulo donde, milagrosamente, permaneció virgen.

Entendí que la ética del pensamiento occidental forja sus principios al calor de las contradicciones. Por eso la más virgen es la más puta, el más conocedor es siempre un ciego y el más rico, nada tiene. Algo de sentido tiene. La ceguera de los sabios ha sido, en la historia de la literatura, el oxímoron perfecto. Nadie ha podido memorizar más versos que los recitados por Homero, ni nadie ha escarmentado peor error que el cometido por Edipo, así como tampoco nadie superó a Borges, devenido en ciego cuando ocupaba su puesto de director de la Biblioteca Nacional, atacado, quién sabe, por el espíritu envidioso de Paul Groussac.

El libro mencionaba el amor perfecto de Jesús hacia María, joven prostituta, y así llegaba a la idea de que aquel descorazonado, incapaz de ejecutar el amor posesivo, de desvivirse por un ser amado, que todo lo da al complemento, reteniendo para sí lo imprescindible, que nada recela y es la antítesis del amante perfecto, es en realidad, quien ama de verdad. Para el autor, el amante perfecto era precisamente dios en tierra, en todas las diferentes culturas se repetía su figura, quienes todo lo aman sin amar a nadie en concreto. Quienes miles de años antes del new age ya profesaban que no se puede querer lo que se tiene, sólo se puede ser lo que se suelta. 

Algunos pasajes del libro no estaban mal. La posmodernidad, no obstante, se le notaba y sin compasión lo volví a la pila de descarte.