martes, 14 de noviembre de 2023

En el cielo las flores de las jarillas

 


Me extingo. Y conmigo, los míos. Seré cicatriz en la memoria de la tierra que todo lo guarda, como la memoria de la sangre que me riega, la que retiene, como el agua, las voces de sus muertos. Son voces que escucho como el canto del pucupucu desde bien temprano. Mis muertos me hablan en el pensamiento, me contradicen, porque soy hija de blanco e india quilme, y en mis venas el cauce no se mezcla. Cualquier cosa que haga será negada por uno de mis fantasmas. Soy río guacho, que discurre por donde puede, que desaparece y aparece con la lluvia. 

Pero la tribu es tierra que abrigó mi piel aclarada. Hasta el día de hoy, en que nos llevamos los hilos, la siembra, nuestros cantos, vencidos por el fuego, la rueda, la letra, hacia lugares que no conocemos. 

Caminamos. Cautivos.

De las montañas al mar. 

No puedo ver más que la sombra de mi cuerpo en el suelo, proyectándose lentamente en un camino desconocido. Las estrellas brillan intensas porque intensas fueron las muertes anoche. Apenas puedo levantar la cabeza pero sé que están ahí, el olor de las jarillas en flor las delatan. En nuestra lengua, las estrellas y las flores de la jarilla se llaman con el mismo sonido porque contamos tantas en el cielo como en los valles.

Una sombra hija de la luna me sigue como sigo a los fantasmas blancos que me desean cuando voltean. Recuerdo otros ojos, los más oscuros de la resistencia quilme. Ojos bravos que no están. Los extraño y pienso en los ramilletes de hierba consejera de los dioses que aún guardo en alguna parte de mis trenzas. Bastaría sólo con algunas hojas para reencontrarme con lo perdido.

De mi cuello cuelgan unos tientos que sostienen una piel llena de agua. Mis muñecas estaban sujetas del mismo cuero con el que los blancos hacen casi todo, muerte que es ropa, arma, cuerda y cuenco. De alguna vertiente brota sangre que me humedece el pecho. El cielo me pesa en la espalda. La estrellas me invitaban al brillo y a la fuga. Bajé mi cabeza lo más que pude hasta tantear entre mis cabellos las hierbas que puse en mi boca siguiendo el rito de los santos.

Asciendo, soy el trueno que cae sobre la cima más alta de los valles, la flor entre los cabellos de mis amigas cuando la sangre mancha por vez primera, el momento en que el agua del cielo moja y las llamas se montan entre ellas, la orden del tiempo. Soy la marca que alcanza la sombra del astro en su cenit, la señal del fin. Hay un antes atrás de mí, hay un futuro luego, no hay nada en este preciso instante en que el giro de las sombras parece detenerse en un infinito de vida, justo ahí donde mis muertos se ponen de acuerdo. Soy la expectativa de una memoria que se pierde entre las piedras.