viernes, 28 de octubre de 2016

Crónicas de un verano bizarro. Episodio VIII


Gonzalo, Diego y Charly
Es un febrero cualquiera en la costa. Hace ya varias semanas que nos acompaña Gonzalo, un punkie de la calle que no tenía dónde dormir y que no tuvo mejor idea que hacer creer a Ludmila que la amaba y, con el pretexto de ser su pareja, lo dejamos entrar. Claro, Ludmila nunca se enteró de la verdad ya que, pasados unos días, Gonzalo se llevaba mejor con nosotros que con ella.

Con él ya éramos cuatro durmiendo en Chamacos.

Pero no sería el último porque Diego, mi viejo amigo, llegaría después que él a pasar unos días.

Para ese entonces, para serles sinceros, yo estaba hinchado las pelotas de tener que bañarme con agua fría todas las putas tardes, alumbrado con una vela que si salpicabas mucho se apagaba, de tener toda la ropa sucia y con un olor a fritura que sólo saldría con un enjuague en ácido, de no poder cocinar nada a la noche, de no poder comprar nada que necesite ser guardado en heladera, de no tener acceso a internet en ningún lado, de la mala onda del gordo merquero de enfrente, y de que, para colmo, me agarrara una infección en los ojos por ponerme los lentes de contacto sin lavarme bien las manos. Pasé el resto de mis vacaciones con los anteojos que tanto odio.

Diego se fumó mi mal humor toda la semana que pasó en Santa Teresita. Por eso lo quiero.

Hoy es martes cinco de la tarde y alto día de lluvia.

Las cosas que antes me parecían divertidas ahora me ponen del orto. Como se cortó el agua por alguna razón que nunca entendí, Diego y Gonzalo se entretenían juntando el agua de lluvia que caía del techo para poder bañarse ese día.

Esta lluvia se está cagando en todos, digo sin paciencia. Mejor, mirá... ya casi se llenó todo el balde este, me responde Gonzalo con un positivismo tan Ned Flanders que contradecía su ropa negra, sus ojos delineados y sus uñas pintadas. Me parece que hay que poner otro tacho, yo también me quiero bañar, ¿puedo poner aquel?, comenta Diego.

No, ese no se puede. Es la casa de Charly. ¿Quién es Charly?, pregunta Diego. Charly, nacido en las turbias tuberías de Santa Teresita. Explica Gonza, haciéndose el misterioso.

Diego tuvo que acercarse al balde para conocerlo. En un principio no vio nada, sólo agua un poco verde. Gonzalo se le acerca y le señala. Ahí, mirá, en el fondo, contra el costadito, ¡es tan tierno! No se mueve porque a esta hora duerme.

Charly era un gusano minúsculo. Lo había adoptado Gonzalo cuando salió asquerosamente de una de las canillas del lugar.

Me corrijo, en Chamacos éramos seis: había olvidado a Charly.

Pizza libre en serio
Eran las doce de la noche maso, había que activar si queríamos comer algo antes de que cerraran todos los negocios.

Che, Die, ¿re da para ir a comer a Pizza Libre, no? Pero antes decile a Gonza, no lo dejemos ahí colgado. Dale.

Pizza Libre es el local de pizzas más grande de Santa Teresita. Decir "ir a comer a" es un claro eufemismo, en realidad no íbamos más que a pedir que nos regalen las porciones de pizza que deja la gente.

No era la primera vez que lo hacíamos. En realidad, pedir comida es algo que hacen todos los trabajadores pobres de la peatonal o de la feria. El caso es que, de tanto consumismo desaforado, los locales más grandes llegan a tirar la misma comida que venden. Claro, una vez que los turistas pagan por la comida, ésta pasa a no valer nada.

Pizza libre es el típico lugar de esos que pagás un monto fijo y comés lo que querés: gigante, con cerca de cien mesas, decenas de meseros, y una cocina que debía cuadruplicar el tamaño de la de Crazy. Cuando llegamos, la última mesa de afuera se estaba desocupando. Ya no había nadie. Todas las mesas de adentro del local estaban vacías. Todos los jóvenes empleados estaban fumando y charlando en la vereda, tomándose un descanso antes de comenzar a limpiar.

Ahí estábamos, frente al local, mirándonos a la cara. ¿Quién de los tres entraría a pedir pizza? Miré adentro y no había nadie, como dije, estaban todos los meseros afuera charlando.

No sé como fue la cuestión, qué nos pasó por la cabeza, quién de nosotros dijo qué cosa... cuando me quise dar cuenta ya estábamos lo más cómodos sentados en una de las mesas de afuera.

Imaginé que en algún momento alguno de los empleados que estaban fumando a unos metros de nosotros nos iba a decir algo, que no podíamos ocupar un mesa o que antes había que pasar por caja a abonar el precio correspondiente a un adulto. Nada. Seguían en la suya.

La mesa en la que nos sentamos fue la última de la vereda que se había desocupado. Ahora caigo en que quizás los empleados no se dieron cuenta de que las otras personas se habían ido y que, sin planearlo siquiera, unos desconocidos estaban ahora en el lugar que habían dejado. Fue un plan demasiado perfecto para que saliera de la cabeza de alguno de nosotros tres.

En el medio de la mesa había un plato que tenía justo tres porciones de pizza enteras y algunas mordidas. ¡Qué bien! esto sí que es pizza libre, ¿eh? Dijo Gonza con satisfacción, mientras alargaba su mano hacia el plato y agarraba la de provenzal. Diego y yo, algo más precavidos, mirábamos todavía a los costados y hacia el interior del local. Ya fue, alta lija tengo, manifestó Die mientras agarraba una calabresa. No dudé más y agarré la de roque... estaban buenísimas.

Cuando nos terminamos el plato, miro para atrás y veo que la mesa de al lado tenía otro plato lleno de porciones de pizza. Me levanto y lo apoyo en la nuestra.

La noche estaba espléndida y comimos como reyes. Sin duda, las cosas más hermosas de la vida no tienen precio.

Vergüenza de verdad
Dieron la una y cuarto. En la mesa apenas dejamos los platos y algunas servilletas sucias. Les puedo asegurar que los bordesitos de la pizza son más ricos cuando son gratis.

Gonza, de ojo más fino, vio que en la mesa de al lado había un billete de diez pesos debajo de un vaso. Tuvo una excelente idea: dejaría el billete en nuestra mesa. Lo dejamos acá y van a pensar que es nuestra propina, explicó Gonza. Die y yo estuvimos de acuerdo. Sería una forma de agradecer a los mozos por no haberse puesto la gorra.

Pero yo quise hacerlo más divertido. A ver, Gonza, vos que sos el más fachero de los tres por lejos... ¿a que no te animás a dejarle la propina a la moza del moño en la cabeza, que nos miraba cuando nos sentamos?

¡Qué molesto, eh! dejalo tranquilo al pibe, intervino con justicia Diego. Daaale... si él quiere, se le nota en la sorisa, insistía yo con perversidad.

Gonzalo evaluó las posibilidades, ella no se iba a acercar, por lo que debería levantarse y dejarle el billete en la mano. Estaba claro que le molestaba más el desafío que yo le había propuesto que el deseo de dirigirse a la chica del moño.

Ella se había acercado a la entrada del local. Ahí sale, es ahora o nunca, Gonza, le señalé mientras nos levantábamos y lo acompañábamos un poco de lejos para no molestar la escena.

Gonza miró un segundo para la entrada y siguió de largo. Ya en la calle lo miramos con indulgencia. Era darle la propina y quedar como un pajero, o llevársela y quedar como un ladrón, observó Die con inteligencia.

Pero lo perdonábamos. Vergüenza no es robar, vergüenza, lo que se dice vergüenza, es hablarle a una chica linda.

domingo, 23 de octubre de 2016

Vestigios de historia


Entré a la carpa con la seguridad de que sería una difícil jornada de trabajo, la excavación había llegado a un punto crucial y el día nublado proporcionaba las condiciones perfectas. Durante la noche tuve pesadillas. Incitado por el debate del día anterior había soñado con un dragón. Un dragón que fue, en verdad, el último saurópsido. El trabajo había comenzado y todos nos pusimos los delantales y tomamos nuestros correspondientes equipos de cinceles y cepillos. Hay sueños intensos que a uno lo dejan pensando, como ver el sol directamente, o apoyar las manos en un suelo rugoso, la impresión del medio queda en la memoria del cuerpo. El trabajo era cuidadoso pero repetitivo, además, podría distinguir el fósil de la piedra con los ojos cerrados y ante el primer pequeño golpe de cincel. La monotonía permitía el fluir del subconsciente.

El sueño volvía a mi cabeza como una comida que cae mal al estómago. Mientras trabajaba el sueño se repetía en imágenes, en sus ideas…

Soy un caballero anterior a la orden templaria, abracé la cruz en los últimos albores del cristianismo, instruido en las artes oscuras lo necesario como para combatirlas sin entenderlas, emprendí la caza del último dragón. Casta de viejos fósiles vivientes, cuya linaje oprimido por la espada, la cimitarra y la katana, se ha visto disminuido hasta la extinción. Su historia constituye un espejo en negativo de la nuestra: nos enseña lo que no fuimos pero, a la vez, lo que en algún momento necesariamente hemos de ser. Otra raza que, en un día olvidado de antemano, será la vencida y la olvidada. Será el momento en que seres más aptos que nosotros exhibirán en suntuosas salas la civilización humana extinta. Dirán que nuestro intelecto no merecía sobrevivir, que nos protegían exoesqueletos de hierro, que fuimos víctimas de una gran explosión en el golfo del caribe y nuestra vida, nuestro arte, nuestros sueños, estarán representados por huesos grises acumulados en largas galerías repletas de rigor científico.

El único ejercicio valedero para con la lectura de todo testimonio, de todo artefacto de museo, es la desconfianza. El que sobrevive, el que vence, el que asesina, el que deja vestigios de historia, es ineludiblemente tergiversador de un relato que termina justificando un proceder lleno de ignominia. Relato que, a fines prácticos, conviene denominar como verdad. Pero la verdad en el discurso no existe, existe en los hechos, en la realidad.

He conocido esos hechos. Corría el siglo dos después del nacimiento de nuestro señor padre, los alrededores de un pueblo lejano eran azotados por un gigantosaurus del suborden de los terópodos y de la familia de los axiliados, por la singular presencia de alas. No fue difícil matarlo. Fue difícil el después. El conocer que jamás habría de ver otro ser semejante. Entender que la humanidad entera habría de cargar con un estigma imborrable. Una muerte, no individual, perdonable por Dios, sino una muerte absoluta. Un error que se intentará ocultar con un relato inverosímil, con la negación de su superioridad, de su inteligencia, un error que se corregirá solo con el devenir del equilibrio cósmico, con la sangre redimida del homo sapiens.