lunes, 1 de abril de 2013

Ho y Shu



Ho y Shu nacieron en las afueras de Nantong. Junto a otros, ellos segaban arroz en los campos. Ho era de brazos fuertes y perseverantes como los del buey y nadie como él soportaba el peso de la labor durante los meses estivales. Como el oscuro búho, Ho no dormía. Entre sol y sol y durante noches de sombras y ayuno Ho segaba arroz hasta los lindes que sobrepasaban la vista de cualquier hombre. Ho había sido búho y buey.

Mientras a Ho lo refrescaba el rocío de cada mañana a Shu el sudor propio le empapaba la frente. A Shu todos lo reconocían por las melodías que sus movimientos perpetraban en el aire. Sucedía que Shu era tan veloz que su hoz silbaba al surcar el estático espacio entre espiga y espiga concertando armonías imposibles. A él, el trabajo le aceleraba el pulso de su corazón y le hacía creer en Dios. El vuelo de sus brazos imitaban al ibis y sus pies se adelantaban como los de la liebre. Shu había sido ave y liebre.  

Ho y Shu nacieron en las afueras de Nantong. No era la primera vez que lo hacían. En su Existir, las vidas y sus nacimientos eran estaciones pasajeras. Ho conocía el sabor de la madera de sauce y el olor del Nilo. Había mudado cinco veces sus escamas y supo habitar durante cinco días en la cabeza apiojada de un niño. Shu sabía tejer telas pegajosas en los rincones y aullar en las noches de luna. Además, consiguió permanecer mil años en pie encarnado en un viejo pino.

Memorias de inviernos largos, de muchos pelos y de vuelos incansables se confundían en sus cabezas. En un campo anónimo de China, ya no sabían si eran ellos mismos o el arroz que segaban.  

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