A la costa en bici
El calor de las 23 horas del 31 de diciembre nos sorprendió a
Andrey y a mí en un costado de la ruta 11, con mucho sueño después de habernos
comido todo lo que teníamos: una lata de garbanzos, medio kilo de pan con queso
untable y un tomate. Era fin de año y habían pasado tres días calurosos y
transpirados desde el último baño, tres noches durmiendo sobre el pasto y
cuatro mediodías almorzando pepas terepín. Esa noche tan especial para todos no
era para nosotros muy diferente a las últimas. Decidimos no terminar el año con
esa costumbre popularizada de comer hasta el hartazgo, por el contrario,
creímos que la austeridad de un poco de pan con queso llenaría muy bien
nuestros corazones (no tanto nuestros estómagos). Todo estaba calculado,
cualquier lujo gastronómico significaba más peso en la bicicleta, y la
prioridad era economizar energías.
-Concha
de tu madre, Andrey, ahora estaría con mis viejos cenando un matambre con cinco
ensaladas diferentes si no hubiera tenido la mala leche de conocerte.
-Encima alto olor a huevo tenés.
-Nada de esto hubiera pasado si a mi viejo no se le hubiera ocurrido cambiarme
al enam. ¿No quedaba más cerca Santa Teresita?
Estábamos
tan cansados que la conversación no tenía ningún hilo conductor. Se nos había
ocurrido ir a la costa en bicicleta porque, como buenos jóvenes de clase media,
no sabíamos qué hacer con nuestro tiempo libre. Pero ninguno de los dos estaba
realmente arrepentido. Por mi parte, había cumplido uno de mis deseos más
extravagantes: pasar fin de año en medio de la nada.
Este
31 de diciembre fue para nosotros el más silencioso que puedan imaginarse y la
escena fue mucho más memorable que cualquier reunión familiar.
Algunas luces de algunos autos apurados interrumpen la oscuridad iluminando de
costado la lata de garbanzos. Ninguna pirotecnia suena más fuerte que el canto
acompasado de los grillos. No hay brindis, felicidad impuesta, saludos
automatizados, perros aturdidos, olor a pólvora, ni rituales sin sentido.
Ninguna coca-cola se vuelca sobre el mantel. Ningún globo cae incendiado.
Ningún familiar borracho irrumpe el silencio con su vozarrón de vino. En
vez de bocinazos escuchamos algunos ladridos lejanos. En vez de un arbolito de
plástico lleno de luces artificiales, tenemos algunos eucaliptos iluminados
tímidamente por la luna. En vez de una mesa larga llena de platos está el pasto
y contamos con nuestras manos que, por cierto, no me las lavé para comer.
Y entre nosotros el aire está quieto. Muy quieto. Veo que Andrey mira para
arriba. Veo para arriba. Y descubro una tranquila sorpresa: en aquella noche
tan poco especial para nosotros el cielo se descorchaba en mil estrellas.
El
principio fundamental de la amistad
La moraleja de esta fábula va al principio y es la siguiente: es
mejor vivir una vida memorable aunque conlleve una mayor cercanía con la muerte
que una vida segura pero que garantice lamentaciones y frustraciones
arrastradas a lo largo de ocho o nueve décadas.
Con ese deseo encaramos un viaje a la costa con dos bicicletas cualquiera, mal preparados y yo todavía rehabilitando una rodilla operada. Incontables micros nos pasaron más fino que peine de piojos, casi muero por agotamiento general, nos paró gendarmería en medio de la nada, dormimos a la vera de la ruta en tres ocasiones y a Andrey se contagió un sarpullido zarpado. Pero qué barato salieron esas risas, esos pueblitos perdidos en Buenos Aires, y un viaje del que no me voy a olvidar nunca en la vida.
Salimos el domingo 28 de diciembre de Banfield, subimos las bicis
al tren que va a Gutiérrez y de ahí a la casa de Silvia, mi tía genia.
Partimos el lunes bien temprano de La Plata hasta Atalaya (el pueblo no el
parador) donde acampamos, fue el único día que hicimos todo sobre asfalto. El
martes paramos en Punta Indio, en el único lugar donde pudimos darnos una ducha
con agua salada y fría luego de un trayecto todo de ripio. El miércoles
paramos en Cerro de la Gloria, que es un pueblo de dos cuadras (les juro que
dos cuadras) en medio de la ruta y porque nos paró la policía. Como ya era 30
había demasiado tráfico y, además, nos recordaron que está prohibida la
tracción a sangre en rutas provinciales y nacionales. Pequeño detalle. En aquel
lugar, una jauría de perros nos robó el pan que teníamos y Andrey descubrió que
tenía el cuerpo lleno de manchas. También tuvimos una fuerte discusión: él me
dijo que con la ruta así llena de autos no daba viajar y yo me puse del orto,
iba a estar igual hasta la semana que viene porque el jueves era 31 y después
se venía el finde. Perdón, Andrey, pero no voy a aguantar una semana sin
bañarme, no soy tan hippie, fue mi planteo. Llegamos a un consenso que daba por
tierra con mi esperanza de ducharme antes del sábado: esperaríamos a que baje
un poco el tráfico y luego iríamos todo por la banquina. El jueves 30 fue muy
tranquilo, a un costado de la ruta y tendidos en una cama paraguaya
calculábamos la cantidad de vehículos que pasaban en la ruta por minuto. El
promedio era de seis, cuando bajara a cuatro o tres partiríamos de Cerro de la
Gloria. Eso no sucedió sino hasta la seis de la tarde. En fin de año y año
nuevo dormimos en la ruta y todo el jueves y el viernes anduvimos a paso de
hombre por la banquina con un pasto que nos llegaba hasta la rodilla. No era
por exagerar nuestra heroicidad, realmente no se podía subir al asfalto: la
ruta era una cola interminable de autos y micros. De hecho, no hubo ninguna
heroicidad en la travesía: recorrimos en seis días un trayecto que se puede
hacer en dos y no salvamos a ningún niño de ningún accidente. Lo curioso del
caso es que casi no anduvimos por asfalto, hicimos ripio, pasto y el sábado
¡arena!. Sí, arena, porque antes de llegar a San Clemente tomamos un atajo que
salía a Santa Teresita, era todo de arena (tierra supuestamente) y fue el
último tramo antes de la ansiada ducha.
A grandes rasgos ese fue el viaje. Hay cosas que es inútil tratar de contarlas
porque las palabras resultan deficientes para retratar las
sensaciones que sentí durante la travesía. Con palabras no se puede trasmitir
el cansancio, con palabras no se puede trasmitir la frustración,
porque decir "sentía el frío" no es sentir el frío, porque decir
"me reventaba la cabeza" no es que te reviente la cabeza y porque
leer una descripción perfecta de un hermoso amanecer en poco se parece a la
sensación (inexpresable por tanto) de estar viendo efectivamente el amanecer.
No obstante, la última parte, la parte de la llegada, sí vale la pena contarla.
Cuando se terminó la arena nos separaban unos pocos kilómetros de la entrada a
Santa Teresita. El cansancio no podría describirlo sino por sus síntomas: nuestros ojos se entrecerraban, si bajábamos de la bicicleta nuestra piernas
temblaban, ya no hablábamos y nuestras manos estaban totalmente dormidas de
tanto sostener el manubrio.
Lo curioso era que el último kilómetro estaba señalizado. 1 km, 900 mts, 800
mts, 700 mts y así. Como soy competitivo aún en tal estado
de cansancio, en cuanto advierto eso no tengo mejor idea que emprender una
carrera silenciosa por llegar a la meta.
Por tanto, empecé a acelerar lentamente hacia los 0
km. Si lo hice es porque sé que Andrey es más rápido
que yo. Sabía muy bien que por más esfuerzo que hiciera no hubiera podido
superarlo. El desafío tenía, entonces, más valor inclusive. No tiene
ningún sentido jugar a algo en que sabés que vas a ganar. Tiene gracia en el
caso de que el ganador sea una incógnita o, mejor aún, cuando el reto está
perdido de antemano y, a lo sumo, ofrece la gloria de una victoria imposible.
Mi carrera con Andrey era de la última opción.
Él entendió todo en seguida y aceptó el desafío en silencio.
El kilometraje estaba marcado en el asfalto con pintura desgastada.
Por primera vez en todo el viaje pongo el cambio más rápido: el plato
más grande en el piñón más pequeño. Un poco de existencia se me iba en cada
pedaleada, pero obviamente Andy toma la delantera. Pasamos los 500 metros y él me
saca unos metros de ventaja. Su victoria resulta obvia y la mía, imposible. Es el momento en que Andrey comienza a bajar la velocidad. La marca de los 0 km ya se divisa y el
forro de mi amigo empieza a regular. Yo entreveo la situación en un estado de
semidesmayo, de confusión, calor, agotamiento mental y físico absoluto. Pero es
claro que me está midiendo.
La marca de los 0 kilómetros de la ruta vieja la pasa mi bicicleta y la de Andrey en el mismo instante. No
puede ser tan hijo de mil. Logró lo que quería y si hubiera tenido una pizca de aliento se lo hubiera reprochado con exageración y malhumor. Hoy le agradezco infinitamente que me haya recordado el principio fundamental
de la amistad: llegar en el mismo momento al mismo lugar.
1) Celebro tu entrada a la literatura de verdad: escrita en primera persona y arriesgando el pellejo como en una ruta provincial.
ResponderEliminar2) En esta caja hay 135 puntos y aparte. Consejo de abuelo: empezá a usarlos.
3) Siento profunda envidia por no haber estado ahí para bancar un mano a mano con una jauría de perros, o para cargar en mi mochila una lata extra de arvejas. Es linda, es una envidia tan real y expresable que desearía que se fueran de nuevo y quedarme, para volver a sentirla.
4) Se nota, en las letras que elegís apretar en el teclado, que estás apareciendo. Muchas veces no te veo en lo que escribís. Acá sí. Me parece un texto muy lindo. Le doy MG.
Gracias por tomarte el tiempo de leerme. Sos mi gran blogger.
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