viernes, 5 de agosto de 2016

Crónicas de un verano bizarro. Episodio V




El ojo de Sauron 
Oscuridad.
En la negrura se aspira una luz de fuego y por unos segundos se refleja en los azulejos blancos. Desaparece.
Oscuridad.
La luz se refleja ahora en mis ojos. Ilumina de rojo mi cuerpo sentado en el inodoro. Ilumina mis manos que sostienen medio faso.  
La penumbra se va colmando de humo.
La ovalada luz de fuego que amaga intermitente del extremo del porro se transforma en el ojo de Sauron que resplandece sobre Barad-dûr. Mis ojos contemplan el resplandor con el espanto y la fascinación de un hobbit venido de la comarca, imaginando por un momento el oscuro poder de Mordor.
Estoy fumando por primera vez. Solo. En un baño a oscuras. 
Fumo solo mientras me pregunto cómo es que llegué a esta situación, cómo mi vida de férrea moral cristiana se ha desviado a este estado de ridículo libertinaje. Para saberlo es necesario volver algunas semanas atrás.

La cofradía Crazy
Son las nueve y media del domingo diez de enero. La irritante alarma de mi nokia infopobre hace el intento de despertarme. El gusto a perro que siento cuando me acuerdo de tragar saliva completa la intención de la alarma y finalmente me despierto contracturado por el entrepiso de madera que oficia de colchón.
En media hora, exactamente a las diez, tengo que estar en la cocina de Crazy, el local de comidas en el que me hicieron pelar más de sesenta kilos de papas el día anterior. Me cepillo los dientes con ganas de sacarme el cansancio y escupo el dentífrico con ganas de escupir toda la mugre que tengo de las ocho horas de haber trabajado en Mc Pancho la noche anterior. No hay tiempo ni ganas de un baño con agua fría a esta hora. 
A las diez en punto me cruzo en frente, donde está el local Crazy y su cocina. Ahí me esperan Gastón, el encargado, Alfredito que se ocupa de cortar rabas y ayudar a Cristian, el que maneja la plancha, y Jorgito que se ocupa de meter la pizza y manejar la freidora de rabas. 
Como no podía ser de otra manera mi trabajo es pelar papas, limpiar el piso y ayudar a los que ayudan.
Contra lo que se podría pensar, estar en la escala más baja en la jerarquía de la cocina me hace trabajar con la conciencia tranquila: es obvio que no puedo forrear a nadie. Eso hace mi trabajo un poco más honrado.   
Además trabajar en la cocina me gustaba. Es un laburo cooperativo: no importa quién hace qué cosa, lo importante es que se haga. Por ejemplo, si Alfredito está cortando rabas y tiene que ir a lavar platos porque se le llenó la bacha, yo me pongo a cortar rabas y cuando vuelve sigo con lo mío. Lo importante es cubrir los huecos, al igual que un equipo de vóley. 
Por otra parte, el trabajo en la cocina es absolutamente mecánico, podía pelar papas mientras pensaba en otra cosa. Y, además, no tenía que fingir amabilidad ni acordarme el precio de nada.   
Ese día, domingo, se trabajó un poco menos que el sábado. Hasta corté queso un buen rato y me encargué de la bacha. Casi todo el trabajo era preparar las cosas para la noche, que era el momento en que más gente caía al local. 
Entre comandas, jodas, rabas, papas, milanesas, pizzas, queso, hamburguesas, me sentía cómodo. Los pibes eran una masa. Jorgito me preguntaba en joda si había probado la empanada de chorizo y Alfredito me contaba seriamente que dentro de unos años se quería hacer budista. Durante el año trabajaban de ayudantes de albañil o de lo que venga. En la cocina nos pagaban 25 pesos la hora, en albañilería a veces les pagaban menos, ¡era o volverse buda o chorro, una de dos! Yo lo admiraba, porque paciencia para buda no tengo. Me salva que durante el año tengo la comida que les saco a mis viejos y un laburo con obra social.  
A las seis me largaron y ya estaba decidido: me quedaría trabajando en Crazy.

El manjar de una tribu desconfiada
Una tarde en la cocina, mientras acomodaba las asaderas con prepizzas sobre la mesa, Jorgito me preguntó si fumaba porro. Nunca había fumado en la vida, pero por condescendencia o por fiaca de dar explicaciones, le dije que a veces lo hacía. Claro, no pensé que tenía en mente regalarme uno. En cuanto me lo ofreció no tenía argumentos para rechazarlo.
Me sentí un explorador en medio de una tribu desconocida. Rechazar cualquier ofrecimiento era, como mínimo, ofender sus más ancestrales creencias. Estiré la mano y agarré el medio faso. Lo metí en mi bolsillo. Después te digo qué tal, Jorgito, le dije haciéndome. 
Siempre pensé en quién sería la persona con la que fume por primera vez. Suponía que iba a ser algo especial. Algo único, por lo que tenía que pensar muy bien a quién le concedería el privilegio de verme drogado. Entendí entonces que fumar marihuana es exactamente como tomar mate o tomar cerveza, una excusa de quienes se aburren de hablar sin más. 
Una vez entendido esto supe que tenía que llevar la contra por principio. Llevé la contra veintitrés años rechazando la marihuana y el alcohol, y ahora, si me propongo fumar, debería llevar la contra por lo menos fumando a solas.
Y así fue como me encerré en la oscuridad del baño y prendí el porro. Traté de fumarlo con paciencia, manteniendo profundamente cada aspiración, como dicen que se hace.
No fue la gran cosa. Me hizo dar sueño, nada más. Lo del poder oscuro de Mordor fue más una licencia poética que una descripción rigurosa de mi estado en ese momento. Ni siquiera me dieron ganas de reír, ni nada me daba vueltas, quizás era un porro así nomás, paraguayo, la verdad que no sé.
Alcohol, marihuana, cocaína o un blog de literatura, cada uno hace con el tiempo libre lo que quiere. Obvio.
Pero no puedo no pensar que hay quienes fuman y toman no por tener tiempo libre sino para olvidarse de su condición humana, de su angustia material. Fuman y toman porque saben que no tienen ni tendrán nunca nada más valioso que su fuerza de trabajo. Para esa gente, para el sistema, la droga es funcional, no recreativa. Necesitan tomar alcohol o fumar para poder sostener diez horas de trabajo físico sin sentir el dolor de los músculos, sin sentir el peso de la rutina. No digo esto porque lo supongo, lo vi en personas que trabajaron conmigo en la cocina y en diferentes lugares. No son casos aislados, son un patrón: los placebos corren con más velocidad y revelan su servicio a la clase que domina el capital. Porque cuando no hay más alternativa que un laburo desde abajo, sin proyección, sin crecimiento personal, sin retribución afectiva, sin obra social, sin autonomía, no ves la hora de drogarte, de evadirte, de ponerte bien en pedo y si mañana no me despierto que se vayan todos bien a cagar. Y cuando llego a casa no quiero hacer otra cosa que fumarme lo que haya yo solo hasta no entender nada. No entender nada de toda esa tristeza que me agarra cuando pienso que no tengo nada aparte de este laburo de mierda, que tengo que aguantar así unos seis meses si quiero llegar al celular, que si me enfermo un día la cago mal, que ya estoy medio viejo, que encima tengo que mantener dos wachos que ni siquiera sé abrazar y que para colmo no me alcanza para la birra. Yo necesitaría otra cosa ¿viste? Algo mejor, ¿la revolución, decís? Sí, eso sería lindo, pero no tengo tiempo para eso, tengo que laburar y si llego a conseguir un fasito ya soy feliz.  

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