Siempre fuiste ajena para mí. Como si mirara a otra persona cuando te miraba a los ojos, como si fueras alguien cenando en un restaurant y yo un paseante de vereda.
Por más que las caricias nos durmieran los brazos, por más cosquillas que nos hiciéramos, por más que el sexo arruinara todas las películas. Siempre fuiste otra persona.
Por eso siempre creí no entenderte. Además, siempre pensé que vos no
me entendías. O así lo sentí, por más que nuestras risas completaran las horas, por más que nuestras miradas conversaran sobre el pasado.
Nunca pude ver lo que teníamos. Insistí en remarcar las diferencias, en alimentar la
distancia. Pretendí cualquier cosa. Cometí el error de la impaciencia. De la inconstancia. De soltar palabras innecesarias.
Tuvo que llegar el día de hoy para que todo eso cambiara. Es ahora, cuando efectivamente no pienso en vos, en que miro distraído las tostadas y tarareo tu canción. Es hoy el día en que me levanto y descubro que no estás en mi cabeza pero te escucho en mis palabras. En que vuelvo a vos en lo cotidiano casi sin querer, sin extrañarte.
A veces es así. No se entiende hasta que
se termina. Y cuando soltás, cuando ya está, es cuando el otro, que siempre fue
otro, empieza a formar parte de uno. Su imagen, su nombre, su recuerdo, resulta familiar. Su amor, convertido en memoria, es identidad.
Mientras tanto, me miro al espejo y no reconozco su reflejo. Toco mi cara. Soy yo con las marcas de ella.
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