La luz disminuía veloz en el monte entrerriano. La cuadrilla
lo perseguía encarnizada pese al calor y el cansancio. “¡Rendite ño
Calandria, te tenemo’ a tiro de bola ya!” gritó estentóreo el sargento José
María y sus palabras llegaron secas, como oídas en un sueño, a los oídos del
bandido. Montado en aquel mancarrón que le había robado al negro Gómez se
disponía a hacerles frente. “¡Calandria no se rinde ni teme a nadie!”
escucharon los soldados antes de que un certero tiro de bolas parta de la
cuadrilla echando a tierra al caballo y su fugitivo.
Lo tienen atado de manos a él, el más hábil bandido del
litoral. Su cuello desnudo enfrenta ahora el filo amenazante de un facón.
Con mirada obsesiva se detiene en el mango labrado de alpaca. Está tranquilo,
sabe que no pueden matarlo todavía porque en su bolsillo conserva el amuleto curado
de gualichos que su abuela le dio en el Uruguay.
La presión del facón en las venas de su cuello se vuelve
intolerable. Van a liquidarlo. Calandria no lo puede creer, la muerte debería estar
lejos mientras el talismán esté en su bolsillo. Pero, ¿lo tiene realmente? Piensa que pudo haberlo perdido en la fuga y el miedo lo domina como una noche sin luna. Quiere tantear
su chaqueta pero la cuerda oprime sus muñecas. Gotas de sangre brotan de su garganta.
Se despierta jadeando y con la cara transpirada. Extiende sus brazos y los siente liberados. La almohada húmeda pero relajada y la cama de siempre, en Buenos Aires. Por suerte es Paul Groussac,
intelectual de la élite porteña y afortunado ajeno a los entreveros soñados. Aunque todavía dude, confundido.
Siente
miedo en la oscuridad del cuarto, necesita con urgencia meter la mano en el
bolsillo y ver lo que hay dentro de él.
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