lunes, 23 de noviembre de 2015

El polvo de la memoria



Más que por la ilusión de las fotos y el cine en blanco y negro, la memoria es gris por el polvo. Como las cosas viejas que quedan quietas y se cubren de gris. Al Beto lo recuerdo en ese tono impreciso, vestido del mismo gris con el que me imaginaba aquella historia que contaba siempre con distintos matices. En todos sus personajes, en todo Santiago, en sus palabras, había polvo, colgaban telarañas de memorias imprecisas.

En la calle la gente lo menciona. Muchos no asimilan la novedad si no la amarran a lo conocido y, por eso, me dicen el nieto del Beto por mucho que sepan mi nombre. Y con su nombre, reaparece su historia. La historia. Aquella anécdota gris que nunca tenía fin. Contaba siempre la misma aunque a veces la deformaba tanto que parecía otra; algunos días, con los ojos iluminados, la contaba con gracia excepcional; en otras ocasiones, luego de cinco o seis copas se volvía cómica, inentendible o francamente insoportable. En sus últimas ensoñaciones, sin embargo, el relato adquiría algo de triste añoranza. Cansado, esperaba con angustia el fin de sus días, durante los cuales no había podido agotar las diferentes versiones de la anécdota a pesar de haberla repetido en mil ocasiones.

Era un día con viento rugoso, contaba, de esos que existen en Santiago nada más. Y aquel fue un embrollo de aquellos. En esa tarde de domingo, el Visco no tuvo otra que salir a definir el entrevero con la Bicha. Usaba esas palabras raras que tanto le agradaban y que no hacían más que adornar escenas que no terminaban de ser del todo claras. Con el tiempo entendí que la gracia que encontraba en su monólogo radicaba en escoger siempre palabras diferentes para explicar lo mismo, buscando que, con esas modificaciones, la historia también cambiara. El viento raspaba los días de calor allá en Santiago, contaba en otra sobremesa. Y el domingo se armó la gorda. Literalmente, porque el Visco tuvo que salir a los tiros con su mujer.

Más que hablar, el abuelo soñaba. Con frecuencia manteníamos nuestras conversaciones familiares en paralelo a su patológico monólogo y nuestras voces se superponían en una escena grotesca que ya nos era habitual. Pero Beto no se enojaba, era buen tipo, a veces levantaba la voz con desconfianza y nos preguntaba si habíamos entendido la parte en que la Bicha se enteró que su marido se acostaba con la almacenera, nosotros asentíamos en silencio o simplemente no hacíamos nada y él proseguía. 

Nadie conocía cuándo y por qué había comenzado a contar aquel enredo y a esa altura nos resultaba natural que lo haga, por otra parte, la gente que lo conoció antes del episodio había quedado en Santiago y de ellos nada sabíamos. Durante tantos años de escucharlo me había figurado la idea de que, cuando Beto estuviese seguro de dejar el mundo, nos iba a contar el final. Quién había matado a quién, si alguno seguía viviendo, si ambos terminaron en la cárcel o si lograron sobrevivir y continuaron con una relación de amor renovada. Pero se murió y nos dejó la intriga. 

Era primavera cuando tío Checho me dijo a solas que Beto le había contado el final unos meses antes de morir. Cuando me reveló el secreto no me sorprendió, el final era el peor y la relación del Beto con el Vizco y la Bicha era más cercana de lo que daban a entender todos aquellos relatos. Tío Checho me dijo que Beto repetía la historia con el fin de entender su final, aquel que nos vedaba y que él, en cierta forma, también desconocía. Disfrazando la tragedia con liviano traje de anécdota, intentaba todos los fines de semana cambiar su pasado buscando las palabras adecuadas para recrearlo. Quería aliviar tanto dolor buscando una versión que cuadre a su entendimiento, que mitigue la lejanía de la sonrisa de la Bicha, de las palmadas del Vizco. Con palabras imprecisas, en palabras que siempre eran otras y estaban llenas de polvo, el abuelo se repetía la misma historia una y otra vez; y nosotros, sordos, nunca supimos ver las marcas de las lágrimas secadas por el viento rugoso de Santiago. 

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