viernes, 26 de octubre de 2012

A la mañana un dilema



Hace algunos minutos que Fernández levantó las persianas de su negocio. Tantos años lleva a cargo de esta pequeña y escondida farmacia de barrio que apenas puede notar lo mal que la viene llevando desde el último invierno. Lo sencillo de sus costumbres lo volvían indiferente a las fluctuaciones de sus ganancias, pero ahora era distinto. Hace ya tiempo que se encuentra en una situación verdaderamente miserable. Sus medicamentos se vencen en los anaqueles.

Aquella mañana una persona entra, compra algunas pastillas y se va. Fernández, impasible a tan insignificante compra, continua con el trabajo de repasar las estanterías. Mientras limpia las de un extremo, las correspondientes a analgésicos y antiinflamatorios, se da  cuenta de que sobre la pulida y vidriosa superficie de un frasco se refleja un bultito tirado detrás de él. Una billetera está inerte sobre el piso detrás del mostrador y es, sin duda, del último cliente. Fernández se acerca a ella con curiosidad pero sin levantarla. Comprende, a su vez, la gran disyuntiva en la que se encuentra ahora.

Por el tipo de hombre que había pisado su negocio hace unos minutos intuye que esa billetera tiene algo de dinero. Podría levantarla y fijarse si alguna tarjeta delatora tuviera el nombre del dueño. Pero eso, piensa Fernández, significaría iniciar una búsqueda con el fin de devolver el dinero y él no había decidido nada aún. Los minutos pasan y la indecisión comienza a torturar la mente simple (¿simple?) del farmacéutico. ¿Devolver la billetera, o no? Esta pregunta tan natural va tomando un cariz existencial que le carcome el alma de a poquito. Piensa que con el poco dinero que la billetera pudiera tener podría pagar los servicios del mes. Sin embargo, quizás no tuviera nada y él estaría allí parado como un tonto fantasioso. Lo lógico, por otro lado, es que las billeteras tengan plata, para eso están hechas.

Podría hacer lo que  la mayoría de los negocios hacen con todas las cosas olvidadas, se las guardan hasta que las vengan a reclamar en determinado plazo. Pero esa no es una opción, a Fernández se le vencen mañana las facturas de luz y gas y ayer le había pagado a su proveedor de drogas, no tiene ni un mango. Si toma la billetera no va a esperar a que la reclamasen para poder quedársela, no podría evitar ver lo que tiene y tomarlo como un préstamo. La cuestión es si se agacha o no a agarrar la billetera. Si sólo la toca, ella y lo que tuviera adentro inevitablemente serían de él…

La vacilación hace que se pregunte quién es él mismo, cuáles son los actos correspondientes a una persona honesta y de impecable reputación. Claramente debe tratar de devolver la billetera. Pero no tiene ganas de hacerlo, ¡una billetera no va a hacerme mejor o peor persona!, piensa. ¡Una billetera no destruirá una carrera hecha con profesionalismo, una vida honorable y sin máculas, una billetera seguramente vacía!

De repente decide levantarla de una vez por todas, se agacha y extiende su brazo. Ya casi la tiene, solamente le falta cerrar la mano y aprisionar el pequeño cuadrado de cuero entre sus dedos. No puede. En vez de levantarla se lleva la mano a la frente que se encuentra transpirada. El sólo recuerdo de su moral férrea y su conducta intachable lo hacen estremecer. No puede tomar algo ajeno de ninguna forma, por más apremiante que sea la necesidad. Aunque por otro lado… 

Sin poder determinar tan terrible dilema, se da cuenta de que está perdiendo demasiado tiempo en algo que podría haber pasado por alto, un hecho azaroso y sin importancia que vino a interrumpir su rutina. Nunca antes se había hecho tanta mala sangre por una cuestión tan estúpida. Decidió entonces dejarla ahí donde estaba, tirada en el piso. Decidió no apropiársela y, en vez de ello, se limitará a observarla con atención. Lo cautiva la idea de saber qué es lo que hará la próxima persona que entre a la farmacia y la vea ahí, abajo en las baldosas, tan inmóvil, tan dudosa y marrón.

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