viernes, 26 de octubre de 2012

La caída


Cansado de ver su misma imagen en el espejo, se decidió a cavar un pozo sin término; una vez concluido, se arrojó dentro de él.

El movimiento lineal de arriba hacia abajo que implica toda caída, se hace incómodo si es continuo y se perpetúa en el tiempo sin que nada lo detenga. Él lo entendió pronto y buscaba las posiciones más favorables para su cuerpo, pero pronto el hábito se hizo costumbre, y sólo se dejó caer.

En un principio tuvo frío y con los días vino el hambre. Comió algunas lombrices que caían como él. Sin sospecharlo siquiera muchos pequeños insectos caían en mitad de su tranquilo paseo subterráneo al encontrarse de súbito con aquel agujero sin fondo. Con el tiempo pudo hasta prescindir de ellos, sus movimientos eran tan ínfimos que ya no necesitaba alimento alguno y olvidó el hambre.

La importancia y la noción del tiempo la dejó allá lejos, en la superficie, por lo que olvidó también la frecuencia de los minutos, las horas, los días y los años. Pero el transcurso temporal no le pasaba del todo desapercibido conforme su barba crecía y se hacía más y más larga. La alternancia entre escarabajos y saltamontes, le advertía, además, el paso de las estaciones del año.

Con tal de sentir compañía, les ponía nombres a muchos de aquellos pequeños individuos, nombres que olvidaba al rato o trastocaba sin que ellos mismos se dieran por aludidos, continuando con uno la charla que había comenzado con otro.

Pero pronto se cansó también de ellos y no pronunció más palabras.

En otro de aquellos días, una pequeña piedra, que ignoraba las leyes físicas que igualan la velocidad de los cuerpos en caída libre, vino a estrellársele en la cabeza produciéndole un dolor tan intenso que se vió impelido a rememorar el desahogo que produce el grito. Pero no pudo. Ya no recordaba el sonido de un grito. Y se percató que, a su vez, el silencio también se volvió infinito.

Asimismo olvidó la luz. Sus ojos aprendieron a distinguir entre matices de negro. La noche abisal inundaba el pozo y su alma sin fin.

Para no morir, evitaba olvidarlo todo. Se aferraba a algunas ideas y palabras esporádicas que flotaban indefinidas en su mente. Hacía grandes esfuerzos por pronunciarlas en voz alta, pero ya no le salía. Los esfuerzos se tornaban dolorosos.

Se revolvía en su memoria, eso sí, la imagen de una vida errante en un mundo donde el suelo no le permitía a uno caer, el egoísmo de perpetuarse en una vida estática y habitar un único cuerpo, ser dueño de un estómago que no come insectos, la injusticia de distribuir la luz del sol, la belleza momentánea de la música en los oídos.

La caída, prevista como un proyecto de vida segura y un refugio de sí mismo, comenzaba a mostrarle todo el rigor de su obstinación. Comenzaba a prefigurar en ella su propia muerte, muerte inútil, además, porque no significaría descanso alguno. Entendió que, aún muerto, seguiría cayendo.

En su cabeza y avanzando despacio, una cosa como una larva se estrujaba y se retorcía. Era algo indefinible, reprimido, algo de su vida anterior, su vida olvidada. Quizás un recuerdo palpable, concreto, que por tal se borró de su memoria. O tal vez no, no estaba seguro, quizás fue un sentimiento o una idea. Acaso algo no entendido, tan cotidiano como la caída de un pétalo.

Mientras, transcurría el tiempo ignorado, la enfermedad atacaba los pocos vestigios físicos que le quedaban. Costras de piel seca, causadas por el constante castigo del aire en movimiento, hacían que su cuerpo se desprendiese lentamente de él. A su vez, su mente languidecía en la búsqueda de aquella certeza, aquel origen oscuro que presionaba su cabeza desde adentro. Sin darse cuenta, como las luces variadas de un letrero luminoso que se prenden de a momentos y se intercalan en un ritmo forzado, en su cabeza surgían recuerdos lejanos: aquel trabajo mediocre, el sol opaco de todos los martes, el nombre de una mujer ordinaria, la muerte de un hijo, chicos en la calle, banderas sin colores…

Todo lo inútil desaparece en los profundos pozos, pensó, mientras olvidaba y caía.


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