miércoles, 24 de octubre de 2012

Al sur de Suradí



Todavía era de noche cuando despertó. En sus labios encontró la sequedad de los yermos terrenos de Suradí. Como los hombres que han forjado sus propios hábitos a fuerza de repetirlos y no pensarlos, se vistió con lo necesario para guardar las apariencias y fue el último en llegar a la carpa principal.  Ese día se decidía la suerte de las fuerzas rebeldes y la junta decidió mandarlo a él y a sus hombres a la vanguardia de la operación contra los grupos hostiles de la ribera.

Agrupó a sus oficiales y partió de inmediato a la ribera. El día comenzaba a madurar, el equipaje de asalto se recalentaba a sus espaldas, y todavía faltaban algunos kilómetros antes del vado que debían cruzar, más allá del cual era tierra desconocida. La manga de su camisa camuflada sufrió un desgarro al pasar junto a un raquítico arbolito espinoso, dirigió espontáneos insultos a los trabajadores clandestinos que confeccionaban sus prendas, irónicamente de la misma etnia que habitaba la ribera hacia donde se dirigían, al sur de Suradí. Arrancó de un tirón un pedazo de manga que colgaba de tres hilos.

El calor revolvía su mente. El aire espeso removía recuerdos. Apareció en la fabrica textil donde paseaba de niño de la mano de  su tío abuelo. Allí donde los hilos salidos de una planta frágil se convertían en la casaca del Faro F.C, que multiplicaba por mil la fuerza y el valor de aquellas hebras de algodón. En sus pensamientos sinuosos su propio tío era una marioneta sostenida y conformada por una infinita trama de insignificantes hilos. Problemas de presión le solían causar mareos, el superior entendío que aquel no era el mejor día. 

Estaban llegando. Las fantasías de lo que un soldado es y hace, cultivadas desde la niñez, estarían prontas a cobrar sentido, en el fragor de la batalla, en la confusión de los disparos, en la sangre del herido, en el heroísmo soñado. Cruzaron el arroyo severos y seguros de sí mismos. 

Vapores de extrañas especias, vahos de misteriosa procedencia se mecían lentamente de aquel lado del arrollo: la mística ancestral de las fuerzas rebeldes comenzó a trabajar en su interior. Sin mascarillas, olores desconocidos penetraron sigilosos en sus cuerpos. No hicieron cien mentros cuando empezaron a tambalear, un zumbido inexplicable parecía alterar el equilibrio. Un malestar les cruzaba frío por la espalda e, imperceptiblemente, les  invadía el cuerpo entero.

Pisaban tierras rebeldes, en unos minutos estarían en el acampe y la masacre se consumaría. A los ojos del superior se desplegó un panorama sombrío, los primeros toldos se desplegaban vacíos ante ellos.  Parecía otro mundo, pintados de colores, adornados o defendidos con grandes piedras dispuestas en círculos concéntricos, cada toldo se erigía como un tótem siniestro. Se adentraron al asentamiento sin disparar, impasibles, estudiaban el ocasional patíbulo. El malestar era indisimulable. Alejado de sí mismo, intentó dar órdenes pero extrañas palabras brotaron de su boca. Completamente enajenado, su cerebro lo transportaba de inmediato a recuerdos fuera de su memoria, vio cosas que no había vivido pero que eran su pasado y su persona. Recordó con el mayor detalle muertes que no había causado y mujeres que no había tocado.

El superior hizo la mímica de abrir fuego. Fue el último en entender su propio gesto, despertó afiebrado a un mundo menos real que su feliz delirio y comenzó a disparar. Disparar a aquellos negros que aparecieron como brotados de la tierra, con armamento y equipo de asalto. Disparos. El vacío recibía indiferente cada metralla. Los cuerpos sangraban. 
 
Debajo de sus cascos podía notarse cómo la tonalidad de su piel, pasando por el rojo carmín y el morado, iba tornándose cada vez más oscura: el peloton se había masacrado a sí mismo en un acto donde verdugo y condenado coincidieron en el espacio, no en tiempo.  

Palabras sin traducción posible brotaban de aquellos cuerpos oscurecidos antes de morir, dirigidas con esperanza a un dios estelar. Aunque la bala hubiera perforado en lo más central de sus cabezas, se daban tiempo para proferir palabras santas. Sus voces eran raras y melodiosas. El Superior, herido de muerte, fue el útlimo en pie. Observó por un momeno sus manos ahora negras, ajeno a sí mismo, en su cabeza una energía ancestral desplazaba su racismo. El tiempo se detenía entre aquella doble mirada de ojos sordos al diálogo del mundo, entendió que fueron víctimas de poderes antiguos, de conjuros chamánicos. De su boca brotaron unas últimas palabras que logró entender, como un telegrama lejano: las balas y los hilos no soportan tu peso.

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