En aquel día anochecido reina el suspenso de una penumbra sin
nombre. La ondulación de un gato se entrelaza entre las figuras cuadradas de
las casas y un silencio casi perfecto se descascara con el monótono ladrido de
perros aburridos. En el aire se respira el encono de un
viejo secreto. En la oscuridad, cuando nadie los ve, los perros se odian.
Se odian entre ellos, odian a los que pasan, y odian su destino sumiso.
En las alturas, de blanco, marrón y negro se viste un
gato. Alejado del mundo. Solitario. Salta, trepa y transgrede el
ilógico límite de techos que son suyos. En sus ojos el secreto del universo
es descifrado, mientras bajos espíritus maldicen su existencia. Aquellos necios no entienden que el gato los precede. Lo desprecian y desconocen que el animal los desprecia primero. Y lo hace porque entiende que
la inteligencia no es obediencia y que el amor no es fidelidad.
Entre tanto cemento, el gato es libre y se jacta de ello.
De su autonomía. De mantener sus misteriosas curvas entre ángulos rectos
de tejados y balcones. De latir con instinto entre ladrillos fríos. Al bajar a la calle pasa frente a las rejas de una casa. Con elegancia mira a un perro que
le ladra. Con indiferencia, trepa al cielo.
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